La guerra es desahogo e intensa manifestación de miseria, cuya explosividad explica, de forma simultánea, el fracaso de la justicia y éxito de supremacías oprimiéndonos sin cesar. Comporta irresponsabilidad e inhumanidad emprender hostilidades contra otro que igual es víctima de sodomitas. Por siglos, nos hemos encorvados mediante ejércitos. No precipita por combustión espontánea: la sospecha, el odio e inquina la vigorizan. Es lava volcánica hirviente que esparce rocas asfálticas o piedras preciosas exhibiéndose poderosa y redentora. La firma de armisticios no conduce al cese de hostilidades sino que las prorroga, son treguas.

En la urbanización popularizada con el nombre de Los Periodistas y otras de la ciudad de Mérida, donde resido desde hace más de dos décadas, han cerrado, sin permiso oficial de autoridades gubernamentales, casi todas las calles. La vecindad lo hace bajo el pretexto de «resguardarse de la delincuencia». Nunca estaré de acuerdo con esa metodología, porque, constitucionalmente, es responsabilidad de quienes representan al Estado garantizar la seguridad de los ciudadanos: su vida, salud, bienes e inmuebles.

He sido testigo de situaciones desagradables e indignantes, en el curso de la imposición absurda y sin fundamentos científicos de la «cuarentena» por causa de la pandemia de origen chino que la historia ya registra de laboratorio. He visto, entre tantas cosas deleznables, cómo impedían a una joven madre, cuyo hijo estaba enfermo y requería ser atendido, el acceso a una calle donde reside una médico pediatra [excelente profesional y magnífica dama, a quien conozco desde hace mucho tiempo y me inspira respeto] El niño padecía severos trastornos respiratorios, y su progenitora, frustrada, lloraba en rededor. Me pidió que intercediera ante los obstructores para que le permitieran ingresar. Lo hice. Luego de media hora, pudo llevar su niño para que fuese atendido.

A quienes les impidieron durante minutos acceder, les recordé que esos actos constituyen delitos graves. Habitamos un suburbio cuyas casas han sido calificadas de «interés social», ocupadas por gente más o menos empobrecida [estoy persuadido que, durante la devastación revolucionaria, 98% de los venezolanos subsistimos sometidos a diversas e indignantes penurias] Unos más que otros suspiran por «bonificaciones» del gobierno comunista, y transferencias de familiares que han emigrado.

La «cuarentena» propició pujas entre vecinos. La mutua estafa, conspiración para cometer, la simulación de hechos punibles en perjuicio de inocentes, extorsión, contrabando de combustible, medicinas y alimentos estigmatizan al venezolano en cada rincón donde no se imparten ni acatan las leyes [de este bodrio cívico-militar en un territorio demarcado que fue Estado de nacionales] Experimentamos una especie de contienda infinita por el control de productos, y la consecución de ventajas individuales mediante el activismo político.

El régimen troglodita del caos institucionalizó la circulación del prócer impreso imperial norteamericano, luego de sucesivas devaluaciones de la moneda nacional. Grupos de ocupación terrorista aseveran que se convertirá en forma de pago rigurosamente digital, sin admitir que el sistema de internet que ofrecen es pésimo: equiparable con el que tienen naciones en situación de calamidad y sin recursos financieros para construir infraestructuras estables, conforme exigencias de arquitectos del desarrollo de los pueblos.

Los venezolanos experimentamos una especie de guerra civil. Esclavos con mayores o menores remuneraciones fuimos igualados en sufrimientos, registrados en un aparato tecnológico virtual de control totalitario llamado Patria, a través de la paupérrima plataforma de Internet. Los vecinos se odian, arrogan una imaginaria y ridícula superioridad solo por haber encerrado una calle. Los que exhiben humildad suelen ser los más castigados por verdugos que también son pobres de solemnidad y finanzas. Muchos gastan las «bonificaciones comunistas» en licores y estupefacientes. Han «ranchificado» sus mentes y el «urbanismo». En Venezuela no se vive, se padece. Ello proseguirá mientras no fulminemos el estilo oprobioso de sumisión, el culto al ignorante atrevido y salvaje que impone atrocidades u obliga celebrarlas.

@jurescritor

 

 


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