Quienes hemos dedicado buena parte de la vida profesional a la enseñanza del derecho internacional y al intento de infundir respeto y confianza con relación a los beneficios del mismo tropezamos una y mil veces con el escepticismo, muchas veces justificado, de quienes se preguntan y nos preguntan para qué sirve toda aquella parafernalia normativa si a la hora de la verdad es el irrespeto e ignorancia de todos sus principios lo que en definitiva prevalece.

Visto desde la perspectiva pesimista, esa percepción tiene el mismo fundamento que si afirmásemos que el derecho penal –y el código respectivo– no sirven para nada porque se siguen cometiendo muchos delitos. La otra forma de verlo es pensar en cuántos más delitos no se cometen precisamente porque hay una normativa de sanciones que desincentiva la conducta delictual.  Los delitos que sí se cometen pueden contarse y recibir consideración estadística. Los que no se han cometido por el temor a la sanción quedan en la intimidad de cada quien y no ingresan a los números concretos. ¿Cuál vertiente es mayor? ¿Qué papel desempeña el tema de la impunidad?

En el escenario mundial es común oír decir que las organizaciones internacionales no sirven para mucho por cuanto siguen habiendo guerras, genocidios, violaciones de derechos humanos, etc.  Poco se oye afirmar que gracias a esas mismas organizaciones y al derecho que las crea y regula la humanidad evita males mucho mayores y recibe palpables beneficios. ¿Será que la Organización Mundial de la Salud o las misiones de la ONU a las zonas de conflictos o la Corte Internacional de Justicia no hacen aportes concretos a la paz y el bienestar mundial?

Cierto es que los tiempos de reacción de ese mundo internacional suelen ser más lentos que lo deseable. Tampoco los tribunales de “justicia” marchan tan eficientemente como fuera deseable, pero vale la pena detenerse a pensar qué sería sin la existencia de esas instancias.

En Venezuela es entendible que reine el desencanto cuando observamos cómo los distintos caminos que se emprenden no llevan a la restitución no solo ya de la tan deseable democracia, sino siquiera al resultado de proveer comida,  educación y salud al pueblo que requiere de esos bienes, aun antes que la democracia. El desespero promueve la crítica y ella suele volverse ácida, tanto más cuando proviene de quienes desde un teclado encuentran objeciones para todo lo que se proponga. Muchos son los que se guían por el lema de “armémonos y vayan”.

Entre las instancias que han defraudado a los venezolanos, con razón, está la Corte Penal Internacional cuya función específica ha sido y es el castigo a las personas –no a los Estados– que incurran en los peores delitos (genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y agresión). Allí sí se palpa con toda claridad que la fiscal de ese tribunal, la señora Fatou Bensouda, ante quien se han radicado ya dos pedidos destinados a promover que la Corte se ponga en movimiento para juzgar a Maduro y su cadena de mando, más bien se hace la desentendida y en casi dos años no ha movido el asunto mientras en Venezuela se vive lo que ya sabemos. Esta señora, de quien se dice es movida por oscuros intereses políticos y a lo mejor de otra índole, hace uso de la “independencia de criterio” que le garantiza el Estatuto de Roma para arrastrar sus pies y no hacer nada. Además de ciudadanos individuales denunciantes, existe un pedido de seis Estados americanos fundamentado, entre otras cosas, en una seria investigación de la OEA. ¡Y ella no hace nada!

Un grupo de ciudadanos, que incluye relevantes defensores de los derechos humanos, hemos en estos días fundado un Comité de Víctimas cuyo objetivo es conseguir, agrupar y movilizar a quienes han sufrido y siguen sufriendo los horrores infligidos por la barbarie chavista-madurista para tomar en sus manos la iniciativa de exigir por todos los medios (acciones jurisdiccionales, pedido de destitución, presión mediática, etc.) que la señora fiscal Bensouda cumpla con la tarea que la comunidad internacional le ha asignado: finalizar la investigación que tiene represada desde hace dos años y acusar a los responsables, traerlos a juicio y obtener una sentencia previo debido proceso legal.

Lo anterior  no es una discusión acerca del sexo de los ángeles,  sino  una acción  palpable destinada a producir un efecto concreto y práctico: la condena de los responsables. Esta iniciativa la están llevando a cabo ciudadanos de a pie como usted mismo, lector. Requiere imaginación, trabajo y recursos, todo lo cual excede la crítica desde el sofá o la descalificación anticipada desde el teclado de una computadora.

Paralelamente,  esta misma semana, por iniciativa del embajador que representa a nuestro  gobierno legítimo en Canadá, a la que se sumó el diputado que preside la Comisión de Política Exterior de la Asamblea Nacional y con la participación de distinguidos abogados, académicos y políticos canadienses han escenificado un foro cuyo objeto es igualmente el de sensibilizar y promover acciones ante la misma Corte Penal Internacional, cuya sede es La Haya. Ellos también se están  activando, trascendiendo la comodidad burguesa de un teclado sin compromiso ni consecuencia, en el entendido de que el aletargamiento de los tiempos de la burocracia  internacional no pueden servir para frustrar el alcance del brazo de la justicia y asegurar la impunidad de los responsables. Allí también vemos en acción la iniciativa del ciudadano de a pie impulsando que los valores básicos de la civilización no queden escondidos junto con la basura debajo de la alfombra de la burocracia internacional.

Casi todos quienes participamos en estas iniciativas, arriesgándonos a la ira del régimen como retribución, aspiramos si no al reconocimiento del esfuerzo, al menos a la mesura de quienes emiten juicios generales y los difunden con la alegre irresponsabilidad de quien pretende ser testigo del cambio del mundo sentado frente a un televisor, alternando ese tema con alguna serie de Netflix a espera de la finalización de la pandemia.


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