Como si fuéramos una versión actualizada de los colonizados mencionados por el escritor martinico Frantz Fanon en su libro Los condenados de la tierra, publicado en el año 1961. Esa es la imagen que nos transmite una colega universitaria al comentar, con mucho dolor e indignación, las penurias que hoy vive la mayoría de nuestros profesores, especialmente aquellos que pierden la vida por no tener la debida asistencia social ni los recursos económicos necesarios para afrontar sus problemas de salud. Como acaba de ocurrir recientemente, por ejemplo, con el profesor Aquiles Perdomo, de la Escuela de Educación de la UCV, en un hospital de Barcelona, en el estado Anzoátegui.

Como tantos otros casos del personal de nuestras universidades y de empleados de la administración pública, activos y jubilados, con sueldos, salarios y pensiones miserables, que regularmente necesitan de ayudas y campañas solidarias de amigos y familiares para poder sobrevivir en medio de la indigencia y de la acechanza de la muerte.

Hombres y mujeres condenados por un régimen indolente y criminal. Servidores públicos de ayer y hoy en diversas instituciones de un Estado devenido en Estado forajido, que vulnera sus derechos y les impone precarias condiciones de vida y trabajo lesivas de su dignidad; bajo una seguridad social inexistente en la práctica; con raquíticos sueldos y salarios esquilmados y maquillados con bolsas de “comida” y miserables bonos otorgados a discreción y de manera humillante mediante ese instrumento de control social y político que lleva el nombre de patria.

Muchos casos de la penosa situación de esos hombres y mujeres los conocemos y padecemos en el día a día, por diferentes medios y redes sociales, y en contactos directos e indirectos con familiares, amigos y compañeros de trabajo. Mediante reiterados mensajes cargados de mucha angustia, desesperación, dolor y tristeza, con el ruego de apoyo para comprar alimentos y productos de aseo personal, para la adquisición de medicamentos e insumos requeridos en tratamientos de diversos problemas de salud, para costear urgentes hospitalizaciones e intervenciones quirúrgicas…

Casos muy dolorosos, producto de una brutal y cruel injusticia, que no deberían quedar impunes en el terreno de la indiferencia y del olvido. Merecen ser registrados, divulgados y considerados de alguna manera en el expediente de violación de los derechos humanos en nuestro país por parte del oprobioso régimen de Nicolás Maduro. En ese prontuario criminal deberían recogerse, entre otros males, las nefastas consecuencias de unas políticas oficiales que han llevado al descomunal empobrecimiento de los trabajadores venezolanos y su entorno familiar.

Una responsabilidad siempre rechazada por quienes en la actualidad ejercen el poder en Venezuela, al afirmar una y otra vez, al son de una cínica y repulsiva cantaleta, que la culpa es de las sanciones y la “guerra económica”; en sintonía con algo que es característico de los regímenes de origen totalitario, que “siempre expían su propia incapacidad sobre los demás”, como bien lo ha señalado el profesor José Rafael Herrera, en su artículo “Pobreza espiritual y corrupción”, publicado por este periódico el pasado 20 de abril.

Ante esa vergonzosa autoexculpación, como ciudadanos tenemos el derecho –y hasta la obligación, diríamos– de denunciar sin cesar al principal autor responsable de ese monstruoso acorralamiento perpetrado de manera inmisericorde contra los trabajadores del sector público y gran parte de la población del país; que hoy pudieran ser considerados, ciertamente, como parte de los nuevos condenados de la tierra.

Denuncia que ha de estar acompañada, asimismo, del apoyo solidario a los trabajadores y a su dirigencia en la lucha por la defensa, la reconquista y el fortalecimiento de sus derechos laborales, rechazando el cobarde hostigamiento que el régimen instrumenta contra ellos mediante las acciones de los diferentes órganos del poder público y los colectivos chavistas.

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