El reguetón es el género musical de mayor crecimiento en el mundo. La plataforma de música en stream, Spotify, indica que de 2014 a 2017 las reproducciones del género aumentaron en 119%, cifra extraordinaria frente al 13% del pop o 4% del country. Artistas del mainstream estadounidense anhelan a poder colaborar con Bad Bunny o J Balvin, entre otros representantes de la vanguardia reguetonera.

Para entender mejor el fenómeno es necesario sintetizar brevemente su historia. El género inició en Panamá a finales de los setenta, a partir de una mezcla entre elementos del reggae en español y el rap dancehall. Muchos de ustedes recordarán a El General y su himno “Muévelo” de mediados de los ochenta, el primer éxito reguetonero considerable. Durante la siguiente década se consolidaría en definitiva como un movimiento musical internacional en Puerto Rico. Surgirían artistas como Daddy Yankee, que popularizaron el género incluyendo instrumentales de rap en sus grabaciones.

Daddy Yankee se convertiría posteriormente en un portaaviones del reguetón con su álbum Barrio fino en 2004: fue un éxito internacional en América Latina y algunos países improbables como Japón. Lo demás es historia.

Las críticas al reguetón abundan por razones obvias. El género musicaliza de manera simplista y banal una serie de antivalores como el fetichismo de la mercancía, la pomposidad, la objetificación de la mujer, el vicio, el machismo, la superficialidad y tantos otros elementos culturales nocivos. La cadencia lírica recuerda al rap, aunque sin la crítica social, el ingenio y el arte que distinguieron a aquel género en sus inicios. La base instrumental suele ser repetitiva e insípida, diseñada para desinhibir, objetivo final del reguetón como género bailable. Que haya sido precisamente en América Latina en donde este fenómeno surgió no es una casualidad. El reguetón no solo nace de los más nefastos antivalores latinoamericanos, sino que los reproduce de manera masiva con su omnipresencia.

La crítica al reguetón no solo es razonable, sino absolutamente necesaria. La música hace cultura. Es capaz de desafiar los valores de sociedades enteras como lo hizo Elvis en su momento, traspasando barreras raciales hasta entonces insuperables, o de transformar permanentemente la vida de miles de individuos a nivel mundial durante décadas, como sucedió con el movimiento hippie y la popularización del rock. Ejemplos como estos abundan: entender la música como un simple producto cultural sin repercusiones sociales es subestimar sobremanera los efectos que esta tiene en la población.

Lo alarmante del reguetón es que a pesar de su nefasto contenido lírico ha logrado imponerse en el mainstream latinoamericano sobre géneros simples pero inofensivos, como es el caso del pop. No solo ha logrado superarlo en reproducciones, sino que los artistas pop se han visto obligados a “reguetonizar” su contenido para poder hacerlo competitivo en el mercado. Es entonces cuando hay que prestarle atención al fenómeno. Si el reguetón se encontrara únicamente en una subcultura, en un nicho caracterizado por el machismo, la superficialidad y lo banal, no despertaría ningún interés crítico. Es su éxito masivo el que funciona como alarma, como claro síntoma de un mal que se reproduce continuamente y con creciente efectividad.

Suena en los supermercados, las radios, la televisión, las discotecas, los festivales, las piñatas y las reuniones familiares: ha invadido básicamente todos los aspectos de la vida colectiva. Es la banda sonora de la cotidianidad latinoamericana y como tal se convierte en el input musical predominante que los niños y jóvenes reciben a lo largo de su socialización. Crecen con un concepto de la música que se reduce a lo que el reguetón ofrece, lo cual no solo hace terreno fértil para incontables antivalores, sino que posiblemente atrofie la sensibilidad musical de gran parte de una generación. ¿Quién podría sospechar que la música puede ser profunda y trascendental cuando solo se ha entrado en contacto con Maluma y Daddy Yankee?

La solución al problema empieza al darnos cuenta de que el contenido musical no es inofensivo. Una vez que llegamos a esa conclusión la pasividad de opinión frente al reguetón resulta, como mínimo, complicada. Su omnipresencia debería incomodarnos. Que lo absurdo y decadente se apodere de la normalidad es una señal alarmante. Internamente hay un desgarramiento y empobrecimiento del tejido social, al mismo tiempo que en el imaginario internacional predomina el reguetón como símbolo de lo “latino”. No se trata de ser puritanos, sino de dar paso a la convicción de que merecemos cosas mejores en nuestro mundo cultural colectivo.

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