La palabra no solamente puede denotar la acción, como en efecto lo hace. También constituye en sí misma la acción. Un vocablo en sus determinadas circunstancias puede agenciar mucho más de lo que algunos están incluso dispuestos a admitir. De allí que se percibe como ingenua la idea mal concebida que elabora, desde el desconocimiento más supino, el pensamiento, en oportunidades hasta en búsqueda de denigrar, en cuanto a que quien habla no actúa. Acciona a veces en mayor cantidad que quien mueve objetos, armas o sillas sin claros propósitos.

¿Podemos dudar acaso del poder seductor del lenguaje? ¿Qué significa el refrán sabio, como todos, acerca de que el primer maíz pertenece a los pericos? ¿Cuánto no se ha construido o destruido con palabras? Pienso en las acciones psicológicas en el teatro. En su gran mayoría son denotadas con palabras. Si bien la imagen puede ser más elocuente que la palabra, como nos enseña el cine, amplía aquella su penetración y valimiento en momentos en los que la comunicación hablada y escrita se afecta y se reduce a niveles increíbles e indecibles.

Se aminoran los términos en su valor cuantioso cuando se opta por el reduccionismo en la literatura, en los tuits, en casi todo texto dicho o escrito, convertido en cansón apresamiento tortuoso si traspasa los límites de la velocidad y el apresuramiento vertiginoso de días volátiles, incluso durante la cuarentena. La palabra, sin embargo, permanece incólume en su poder tanto creador como de exterminio, de supresión, de extinción. Ese que le marca la Biblia, por ejemplo.

¿Se podrá hacer política sin palabras? «Basta pensar en las infinitas oportunidades en las que una persona, un grupo, un país, cambiaron de dirección y alteraron su historia porque alguien dijo lo que dijo» (Rafael Echeverría, Ontología del lenguaje).¿Cómo se articulan los planes? ¿Con cuál sustento se convoca una marcha si previamente no es con la palabra que se convence y se fundamenta? ¿Las consignas pueden ser solo imágenes visuales puras, captadas no por el entendimiento sino simplemente por el ojo o la retina, como acción física elemental; sin participación cerebral y articulación de ideas elaboradas con memoria y representación de sonidos replicándose duro en la mente, articulados o procesados en su emisión-recepción?

«El arte de hablar y ganar el espíritu de las multitudes». Es el crédito que Gorgias le da a la retórica «a quien los hombres deben la libertad…» (Platón, diálogos).

La palabra mueve, así quieran desacreditarla y desacreditar a sus usuarios más fervorosos. Y aquí, en esta Venezuela, tomada, acosada y secuestrada, el valor de cualquier voquible se incrementa en demasia. ¿Cuántos no han sido apresados, condenados, por justamente hablar? Decir es un acto movedor y a veces también conmovedor. Mi propuesta: seguir emitiendo sonidos y letras con sentido, incansablemente, hasta lograr el cometido. Acciones físicas sí, lógico, pero la palabra revalorizada seguirá infundiendo el máximo terror a los enemigos de la libertad. De hecho la usan desde el poder que buscan sostener a toda costa con elevada frecuencia martirizadora. Con desesperada furia buscan contenerla en otros por medio de múltiples formas de censura o autocensura, como resulta natural en tiranía, y más. Esto nos brinda presuroso el camino a seguir. No callar jamás nada. Comunicar por toda vía posible, hasta el hartazgo de ser necesario; a pesar de los altísimos riesgos. Cifrados en el entendimiento que resulta de juntar estas palabras: ¿Qué más nos puede ocurrir? ¿Hasta dónde llegan en mí las consecuencias de mi palabra-acción? No pueden allanar ni expropiar a la muerte. La esencia les resulta inasible. Pues entonces es ese el límite máximo. Nada ajeno a lo humano.


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