El tema de la transición política se plantea en la Venezuela de nuestros días con un dejo de ingenuidad, también con ilusión, a veces con desconocimiento absoluto de lo que implica y significa realmente.

Decían hace más de un año que el proceso había comenzado, que ya se ordenaban las providencias preparatorias para la transformación del país, que los “nuevos hombres, ideales y procedimientos” ya se encontraban a las puertas de la soberanía nacional. Pero las antípodas de un inminente cambio de régimen hoy desvanecen el entusiasmo de los primeros días, sumiendo a vastos sectores de la población venezolana en una suerte de resignación impotente. Sin embargo, cabe afirmar una y mil veces que la voluntad de los demócratas se mantiene incólume e incluso se fortalece ante la adversidad de los hechos y circunstancias que nos envuelven. No es posible sostener indefinidamente un régimen político sobre la base de la represión permanente y el aparente conformismo de quienes sufren grandes penurias.

Vayamos a las consideraciones de fondo. El término transición define un traslado, una transformación, una evolución escalonada desde uno a otro estado de cosas. Y como tal, la transición nos remite a una situación intermedia en el proceso de cambio político, social o económico, según fuere el caso; naturalmente, pueden aglutinarse los escenarios de reajuste institucional. En política, se circunscribe al canje de reglas, de mecanismos de participación ciudadana y de actuación de los entes públicos en la vida nacional. Igualmente hacemos referencia a los patrones que determinan las formas y vías de acceso al ejercicio de la función pública, al carácter de los actores políticos y a los recursos y estrategias empleadas para lograr sus propósitos; todo ello quedará sujeto a revisión y eventual renovación. En esencia, hablamos del paso desde un régimen autoritario hacia uno democrático aunque pudiera ser a la inversa, lo que entraña una sustitución de valores, de normativas y reglas de juego. Además del ámbito político, generalmente la corrección alcanza a la economía, a la sociedad en su conjunto, a la cultura y al tejido institucional, tanto público como privado. Sin duda, las transformaciones provenientes de regímenes totalitarios terminaron siendo impactantes en Hispanoamérica y Europa desde mediados del pasado siglo, como nos muestra la historia.

Como tal no se conoce una teoría de las transiciones que sea de general aplicación a todos los casos posibles; cada proceso tendrá sus antecedentes y características propias, de lo cual derivarán diferentes grados y ritmos de intervención. Y como suele decirse, toda transición política está inexorablemente cargada de incertidumbre. La ambigüedad viene a ser otra característica propia de los cursos de transición política, en la medida que se conjugan elementos del régimen precedente con aquellos del que se pretende instaurar en su defecto.

Es pertinente acotar las dos modalidades de la transición: la reforma evolutiva y ordenada en su temporalidad, por una parte y, por la otra, la ruptura radical, comúnmente asociada a los movimientos revolucionarios y golpes de Estado. Lo deseable es la reforma evolutiva que de suyo favorece la negociación y el acuerdo entre amplios sectores de actividad y grupos de presión. Las más de las veces, ese tránsito consensuado viene precedido de situaciones de crisis más o menos severas que envuelven al régimen en funciones de gobierno.

La transición como proceso tiene sus antecedentes revelados en momentos previos a la caída o a la evolución sosegada desde un régimen actuante hacia una nueva realidad jurídico-institucional y política. Pero igual es difícil precisar cuándo comienza y cuándo termina; debe en todo caso entenderse como desarrollo que se prolonga en el tiempo, como curso de acción que suele ajustarse en sus marchas y contramarchas, que incluso cambia de forma y de tono a medida que se incorporan nuevos grupos sociales, nuevos liderazgos, nuevas formas de pensamiento y acción. Encontraremos, pues, a los actores sociales, económicos y políticos organizados para el resguardo y promoción de sus intereses la nombrada sociedad civil, a los partidos políticos, a las fuerzas armadas, a la Iglesia y también a la comunidad internacional, todos interactuando en un mismo proceso de cambio, en la búsqueda de finalidades que pudieran ser razonablemente compartidas. Habrá momentos de incertidumbre, de incredulidad e incluso desprecio al proceso y su significación para la ciudadanía activa.

Recordemos cómo en España al principio de la transición no se esperaba nada desde las izquierdas radicales, desde el mundo sindical, como bien reseñaba Victoria Prego, tampoco desde otros sectores de la vida peninsular y de la comunidad de naciones; pero igual “…desde la zona templada de la oposición al franquismo y, dentro ya del régimen [agonizante, como quedó demostrado], desde los sectores reformistas…”, había esperanza de cambio deseable. Y aquí cabría preguntar, como lo hiciera Pio Moa, ¿el paso de la dictadura a la democracia se hizo desde dentro o desde fuera del régimen? La reforma, dirá el mismo Moa, “…no fue la de Fraga, sino la de Torcuato Fernández Miranda [estratega de la transición y para más señas hombre arraigado en el franquismo], que la diseñó, de Suárez, que la aplicó y le dio su impronta, y de Juan Carlos I, que la auspició desde el poder heredado de Franco…”. Caso único el de España.

Interesa resaltar en este caso de España y ese sí que puede ser lugar común en todas las transiciones, el advenimiento del espíritu que inspiró la nueva Constitución de 1978, sin duda resultante de grandes consensos que significaron el más largo período de paz, democracia, avances sociales y progreso económico. Venezuela tuvo igualmente su “espíritu del 23 de enero” vertido en la Constitución de 1961, punto de soporte del más prolongado ejercicio democrático en su historia republicana. Y también como en España, aquí en Venezuela tuvimos nuestra “generación de la concordia”, liderada por hombres virtuosos e ilustrados –Betancourt, Caldera y Villalba–, aquella que supo reafirmar, a la manera de decir de Salvador Sánchez Terán, “…las convicciones y la ilusión…” con las que se hizo –en España– la gran obra de la transición. Ahora nos vuelve tocar a nosotros.

Tomemos, pues, conciencia del verdadero significado y alcances de la transición, de cuanto suele antecederla, de sus grandes desafíos y oportunidades, también del necesario consenso colectivo que hará posible su trascendencia histórica, fraguado en la “concordia”, en la tolerancia, en la inclusión y ante todo en la buena voluntad del liderazgo y sus seguidores.


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