El autoritarismo inherente en la propuesta político-electoral de 1998 –la del comandante Chávez, obviamente– no fue la causa objetiva del hundimiento de la República en los años subsiguientes. El argumento esgrimido por quienes desde los partidos tradicionales y sus aledaños hacían frente a la que fue galopante candidatura, se centraba en desacreditar su carácter e infundir temores a un electorado anhelante de cambio político contundente. Aquella fue una vergonzosa campaña encaminada por Acción Democrática y COPEI, cuyos responsables llegaron al extremo de anular a sus propios abanderados prácticamente en vísperas del acto electoral. El entonces líder emergente desdoblaba la esencia imperativa de su formación castrense, un rasgo propio y no discutible entre quienes se someten a los propósitos, ejercicios, enseñanzas y razones metodológicas aplicables en la Escuela Militar. Pero una cosa eran sus naturales inclinaciones y otra muy distinta iba a ser el desdén o la cómplice complacencia de aquellos que –salvo honrosas excepciones–, ocupaban entonces la dirección de instituciones republicanas llamadas a sostener los necesarios equilibrios del poder público –el Congreso Nacional y la Corte Suprema de Justicia, en función de la doctrina de John Locke, que conceptúa al Estado como garantía para limitar sus propias actuaciones–. En las primeras de cambio se impusieron los prolegómenos del miedo que inspiraban los discursos y amenazas del nuevo presidente –la incertidumbre que planteaba el ascenso al poder público de quien había intentado derrocar un gobierno constitucional por medios violentos–. Luego se manifestó el pragmatismo de unos cuantos líderes políticos, quienes optaron por claudicar ante las supuestas advertencias de una reacción popular favorable a las propuestas de cambio radical –se trataba, antes bien, del oportunismo artero de aquellos que en el fondo creyeron que todo seguiría igual en el país–.

La República comienza a perderse en el acto de juramentación y toma de posesión del nuevo presidente. Se produjo el acabado irrespeto a la Constitución vigente y sus instituciones fundamentales –el soberano Congreso en este caso–, un hecho inédito, devenido en presagio de lo que vendría más tarde. Para algunos analistas, aquella prédica vocinglera frente a las Cámaras Legislativas habría invalidado el acto solemne. Pero la débil conciencia nacional de quienes en nombre de la República estuvieron allí presentes, no auspició un comportamiento digno –nadie se atrevió a protestar–. Se dará un nuevo paso cuando la antigua Corte Suprema de Justicia –los magistrados comprometidos en el insólito fallo– decide validar la inconstitucional convocatoria a referendo consultivo sobre una Asamblea Nacional Constituyente, celebrada el 25 de abril de 1999 con una abstención del 62,35% –más de la mitad del país demostraba con ello que una nueva Constitución en aquel momento no era parte de sus mayores inquietudes y aspiraciones–. Así pues y gracias a la actuación u omisión de los poderes del Estado –de sus representantes acreditados, naturalmente, y con las excepciones del caso–, se impuso la voluntad del convocante y en breve tiempo se consolida su control hegemónico del país, sustentado en cifras que no representaban ni antes ni después esa “mayoría aplastante” invocada por los pragmáticos –la abstención en el referendo aprobatorio de la nueva Carta fundamental fue de 55,62%–. Aquellos que se abstuvieron o votaron en contra del régimen en sucesivos procesos electorales y referendarios, fueron considerados “anti-pueblo” por el nuevo orden, en oposición al caudillo que supuestamente –falsamente, puede decirse– encarnaba a la única y verdadera nación venezolana.

Quienes glorificaron a Chávez y a su versión delirante de Socialismo del Siglo XXI –más tarde con todos sus sueños y promesas derrotado por la realidad, como anota Plinio Apuleyo Mendoza–, advirtieron la ocasión propicia para llevar a la práctica sus frustradas ambiciones políticas y sobre todo económicas –entre ellos algunos viejos dirigentes de partidos tradicionales, sus cómplices del ámbito privado y funcionarios públicos de prolongadas carreras administrativas–. La industria petrolera nacional, las empresas de Guayana y un número importante de negocios diversos en los sectores financiero, agropecuario, industrial, inmobiliario y de los servicios públicos, fueron las víctimas fatales de semejante conjura. Nunca Venezuela había conocido –añade Plinio Apuleyo Mendoza– “…un desastre tan grande y terrible como el producido por este desvarío…sustentando en argucias engañosas de un populismo asistencial…”.

No es este el momento de sacar cuentas ni de cobrarlas –es hora de unir fuerzas en torno al propósito compartido de vencer el oprobioso estado de cosas que nos envuelve–. Pero debe quedar claramente establecido que los responsables del drama nacional –insistimos, por su falta grave, error u omisión–, no son en modo alguno los llamados a liderar el proceso de rescate de las instituciones e instancias del poder público. La ciudadanía lo viene manifestando de manera contundente: se necesitan nuevas ideas y nuevos actores –mujeres y hombres de virtud y moral republicana que puedan completar la tarea sin ardides ni acuerdos inconfesables–.

La grandeza de una nación decía Ganivet, “…no se mide por lo intenso de su población ni por lo extenso de su territorio, sino por la grandeza de su acción en la historia…”. Si fuimos capaces –a pesar de nuestras fallas– de hacer historia entre las democracias occidentales por un período ininterrumpido de cuarenta años a partir de 1958, podemos ahora demostrar que el espíritu del 23 de enero sigue vigente en Venezuela y esta vez deja el campo libre, ante todo, a la acción ciudadana. En esta ocasión los partidos tendrán que hacer a un lado sus intereses de grupo y dar espacio a un proceso primario que determine al líder genuino de la única causa que nos es dado impulsar: la reivindicación del Estado de Derecho –en oposición al continuismo y oscurantismo del régimen–. Un espíritu de unidad deslastrado de distinciones innecesarias, silogismos, maniobras, revanchismos y sutilezas impertinentes –que incluya a todas las tendencias del pensamiento y la acción, incluidas las izquierdas democráticas–. Se trata pues de una acción ciudadana libre de ataduras partidistas e ideológicas, con miras al definitivo rescate de la dignidad nacional.

 


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