El presidente Trump ha decidido sancionar al régimen cubano. Lo viene haciendo de forma creciente desde que alcanzó la presidencia. Las últimas medidas, anunciadas por Mike Pompeo, Secretario de Estado, consisten en limitar los vuelos chárter a La Habana. Eso, esperan, reducirá sustancialmente los viajes de los emigrantes y el flujo de divisas que recibía el gobierno del Presidente Miguel Díaz-Canel y Manuel Marrero, su flamante Primer Ministro.

Raúl Castro, a los 87 años, todavía no ha optado por morirse y manda inútilmente tras bambalinas, aunque se sabe que está hasta el gorro de dar órdenes que todos dicen cumplir, pero no le hacen caso. Morirá sin ver que los niños cubanos puedan tomar leche después de los 7 años –una promesa que hizo hace una década– o que los técnicos resuelvan el problema de las dos monedas.

NTN24, la emisora internacional colombiana de televisión, preguntó si esas sanciones conducían a Washington a la ruptura de relaciones diplomáticas. La cuestión fue formulada a Frank Calzón, un efectivo activista exiliado, y a Carlos Alzugaray, ex embajador ante la Unión Europea, radicado en La Habana desde que el régimen decidió confinarlo en la enseñanza. Alzugaray exhibe la mayor cantidad de tolerancia y respeto por la diversidad que les es permitido a los funcionarios de la dictadura. (“Azuquita”, creo que así le decían sus condiscípulos. Estudiamos juntos de niños y puedo contar que era brillante y amable).

Ambos, Frank y Carlos, por el hilo llegaron al ovillo. Calzón opinaba que a Trump no le temblaría el pulso si era necesario romper relaciones, mientras Alzugaray afirmaba que había visto esa película antes y no la quería, pero no le preocupaba. Los dos estuvieron serios y serenos. Estupendo. Al ex embajador lo dejaron participar porque es un funcionario jubilado que solo compromete a su gobierno hasta cierto punto. Calzón, aunque independiente, está más cerca de los republicanos.

Hagamos una historia esquemática. En enero de 1961 Eisenhower rompió los lazos diplomáticos, pero en 1979 Carter creó una “Oficina de Intereses” en La Habana. Se trataba del mismo perro con un diferente collar simbólico. Barack Obama, tras afirmar, media docena de veces, que no haría concesiones unilaterales al régimen, restableció totalmente las relaciones diplomáticas en diciembre de 2014. En marzo de 2016, poco antes de terminar su mandato, fue a Cuba y pronunció un discurso muy crítico contra el estalinismo de la isla. Eso lo hizo muy popular entre los cubanos de a pie (95%), pero fue muy criticado por la nomenklatura, incluido Raúl Castro. No quiso ver a Fidel, quien entonces vivía (más o menos) como una especie de viejo loco castigado por sus dolencias crónicas encabezadas por los desórdenes intestinales. Murió a los ocho meses de la visita y supuestamente está enterrado en una extraña piedra muy cerca de José Martí.

Los emigrantes y exiliados cubanos detestan al régimen que dejaron atrás, pero aman a sus familiares radicados en la isla y envían jugosas remesas cada vez que pueden. El gobierno utiliza las remesas como una caja no tan chica y confisca 20% de los envíos en dinero mediante un canje tramposo. Simultáneamente, les vende a los cubanos mercancías en esa “otra moneda” con unos beneficios de 50%. Lo que significa que el mejor negocio de ese régimen es tener 20% de su población en el exterior trabajando en formas productivas de ganarse la vida.

¿Qué se hace, en definitiva, con el régimen cubano? ¿Se practica el rechazo, como Trump,  o el abrazo como Obama? ¿Se le sanciona por su apoyo a las dictaduras de Maduro y Ortega? ¿Se le castiga para provocar la ira del pueblo con la “teoría de la olla de presión”, o se le ignora bajo la conjetura de que, poco a poco, las visitas de los turistas y las inversiones procedentes del exterior irían ablandando los cimientos de la tiranía colectivista, hasta que un día el gobierno evolucione de manera independiente y las clases dirigentes se refugien en el mercado y la democracia como la salida menos mala? ¿O esa hipótesis solo será una justificación hipócrita para normalizar las relaciones y simultáneamente callar a los críticos que suponen que Estados Unidos, dado su rol de «cabeza del mundo libre» no debe ignorar lo que sucede a pocos kilómetros de sus costas?

Entendámonos. La inmensa mayoría de los cubanos de la isla, y muchos de los que lograron escapar del manicomio, quieren el abrazo y no el rechazo. No porque crean que el régimen evolucionará adecuadamente y saldrá del disparatado modelo impuesto a los cubanos (capitalismo militar de Estado), sino porque los que están en la isla desean vivir un poco mejor en el orden material, hasta que puedan largarse del país, hacer su vida afuera, y acaso regresar con frecuencia a ver a los amigos y familiares que no pudieron o se animaron a emprender el viaje, mientras los que ya viven en el exterior no están dispuestos a abandonar a sus familiares. En general, unos y otros no creen que el país sea redimible. Salvo el pequeño y heroico grupo de disidentes, ayudados por un número cada vez más reducido de exiliados que no se resignan, casi nadie está dispuesto a intentar el cambio de régimen. La mayor parte de los cubanos, tristemente, están acostumbrados a obedecer y a simular.

La nomenklatura lo sabe y pretende lo mismo: el abrazo. Son, mal contadas, alrededor de 2.000 personas, casi todas vinculadas a las Fuerzas Armadas o al partido, incluidos los cuerpos de inteligencia. No son reformistas, sino conformistas. Casi ninguno posee convicciones ideológicas, sino intereses disfrazados con el ropaje de la soberanía. Muchos de ellos tienen a sus hijos radicados en el extranjero. Quieren, sencillamente, perpetuarse en el gobierno y garantizarse ellos y a sus familiares los privilegios que dan “las mieles del poder”, como decía el propio Fidel Castro.

Son expertos en no correr riesgos. Suponen –y probablemente tienen razón, al menos hasta un día, “el día de la ira”– que son capaces de gestionar el abrazo sin padecer el peligro de perder el poder. Basta con que repitan como un mantra las consignas de la cúpula y persigan a los que se desvían un milímetro del discurso oficial. Es un coro afinado durante más de sesenta años.

Para esos fines es conveniente mantener alguna tensión. Cuando Obama los “abrazó” tuvieron la oportunidad dorada de comenzar las reformas para abandonar el modelo improductivo del capitalismo militar de Estado e iniciar las reformas hacia el mercado y la democracia, pero no lo hicieron. Le exigieron a Estados Unidos apresuradamente ciento quince mil millones de dólares como reparaciones por los daños causados por el embargo.

Los estadounidenses no entendieron nada. Era la manera cubana de mantener las espadas desenfundadas y los músculos calientes. Si se los daban, pedirían otra cosa. Pedirían la luna. El problema era no pasar la página. Desde esta perspectiva, cuando se conoce el ángulo de la nomenklatura, no hay duda de que la carga moral es a favor del rechazo. Es imposible trazar una política justa y honorable, a favor de la democracia y el mercado, teniendo en cuenta los objetivos de la nomenklatura cubana. Lo que quieren, repito, es perpetuarse, y todo lo que puede hacer una cancillería libre es oponerse a quienes no solo son enemigos teóricos de los principios y formas de gobiernos democráticos, sino que en la práctica mantienen una tiranía satélite en Venezuela. Es razonable hacerle pagar un alto precio por esa villanía.

Concesiones para un cambio claro y suave, sí. Concesiones para perpetuar el castrismo injerencista, no. Eso no. Es suicida.


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