La noción de «afato» es una de las rarezas de la filosofía. La enunció en 1304 el filósofo español Ramón Llull en De ascensu et descensu intellectus (Ascenso y descenso del entendimiento). Se trata de un sentido adicional a los cinco conocidos, definido por el autor como «el natural medio de que el entendimiento perciba y explique sus conceptos» y sin el cual «no puede haber perfecta ciencia ni tenerse de las cosas».

Se trata, pues, de la epistemología llulliana, en la que el entendimiento primero asciende y luego desciende en una serie de escalas, al tiempo que percibe las cosas y produce conocimiento en un complejo proceso de apelaciones que va desde la materia a la intelección pasando por la percepción, la imaginación y la abstracción.

En el proceso de ascenso, el sujeto cognoscente percibe por medio de los sentidos la realidad que le circunda (operación sensitiva); luego, la imaginación permite establecer las relaciones de semejanza y diferencia tanto en la cosa percibida como respecto de otras; por último, este ser imaginado es dado a la razón que hace abstracción de lo percibido deviniendo finalmente inteligible. Ahora bien, esta intelección debe descender del mundo abstracto al concreto para (re)conocer en lo apercibido las cualidades que lo definen en cuanto que propias de sí.

En consecuencia, el afato no es otra cosa que el sentido por el cual aquello que apercibimos se transforma en lenguaje interior antes de ser enunciado. Dicho discurso íntimo es, por tanto, único y se carga de su propia especificidad en la enunciación. Desde la perspectiva llulliana, nombrar el mundo es la consecuencia de interiorizarlo y de apropiárselo categorialmente.

Ahora bien, y dentro de este marco conceptual, el oνομα (ónoma, nombre) es la materia lingüística con la que simbolizamos el entorno aprehendido, con que lo conquistamos en el sentido de ser dueños de una perspectiva cognitiva. Exteriorizar el lenguaje interior es enunciar no solo el mundo, sino una óptica de él.

Para Llull, lo percibido debe ser «correctamente explicado» a fin de que haya «una pertinente ciencia [conocimiento] de las cosas», con lo cual podemos elucidar una necesaria correspondencia entre ambos lenguajes, el interior y el exterior, de manera tal que el afato queda supeditado a la honestidad. Sin ella, podríamos afirmar categóricamente, no es posible aquel porque es una vía a la αλήθεια (aletheia), a la verdad, en términos parmenidianos, o al desocultamiento del ser, en la concepción heideggeriana.

No creo que sea exagerado afirmar que el afato es el sentido por excelencia del Dasein (ser-en-el-mundo) heideggeriano. En Ser y tiempo, Heidegger afirma del Dasein —entre varias concepciones expuestas— que «tiene, más bien, en virtud de un modo de ser que le es propio, la tendencia a comprender su ser desde aquel ente con el que esencial, constante e inmediatamente se relaciona en su comportamiento, vale decir, desde el “mundo”» y que «ciertamente a su modo más propio de ser le es inherente tener una comprensión de este ser y moverse en todo momento en un cierto estado interpretativo respecto de su ser».

En algún sentido, este «estado interpretativo» del que habla Heidegger es el afato llulliano en tanto que ascenso/descenso de la intelectio respecto del mundo, operaciones que se corresponden con el lenguaje interior. Hay, sin embargo, una tercera operación afática sin la cual pierde su razón de ser el afato en cuanto que logos: la enunciación, que supone una competencia lógica y comunicativa. En otras palabras, sin rigor lógico-verbal no puede haber un lenguaje interior y un enunciado funcionales.

Si atendemos a las nociones lingüísticas de input/output, entendidas como entradas y salidas de datos (aductos y eductos, respectivamente) que implican el procesamiento y producción del discurso, a toda enunciación le corresponde un cambio de la intelectio receptora. Dicho en otras palabras, el afato supone, en tanto que lenguaje, la ineludible modificación del tú enunciatario. Desde esta óptica, hablar es cambiar el mundo por virtud de una imprecisa cadena de entradas-procesamientos-salidas.

En la perspectiva llulliana sobre el ascenso de la intelectio, la imaginación y la abstracción me conducen a una intuición inteligible del mundo, pero en la que participan mis otras concepciones, alimentadas, diríamos hoy, de la suma de mis aductos, con lo cual mi enunciación estará condicionada por aquellos. Si mis inputs están conformados por la δόξα (doxa, opinión) más que por la αλήθεια (aletheia), mi discurso quizás esté cerca de eso que llamamos actualmente posverdad, que no es otra cosa que la «mala retórica» de la que se quejaba Platón en Gorgias y Fedro.

Somos el eco de la primera conversación surgida en el Pleistoceno y formamos parte de un continuum de humanidad. En mi opinión, la importancia de esta teoría de Ramón Llull, quizás anacrónica y obsoleta para muchos, radica en que la razón de ser del afato es la otredad, el hacernos por medio del lenguaje, el somos en el soy. Razonado así, el afato es el sentido que nos permite mirarnos desde el otro —modo, por cierto, en que se ensancha y hace plural alejándose del riesgo del egotismo—, con lo cual la contemplación del mundo sería eso que magistralmente Rafael Cadenas expresó en Una isla: «Mi libertad había nacido tras aquellas paredes. El calabozo número 3 se extendía como un amanecer. Su día era vasto. / El pobre carcelero se creía libre porque cerraba la reja, pero a través de ti yo era innumerable».

@Jeronimo_Alayon


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