«Y yo que fue a rondarle la otra noche a Marieta»*(JAVIER KRAHE) 

No me diga que no. Los adolescentes son una prueba que uno tiene que superar para seguir vivo. Mira que son raros del carajo. Resulta que ahora los chavales no hablan por teléfono. Esta generación hiperconectada a los smartphones, la generación de los talking dead nomofóbicos no dejan oír su voz a través del celular. Claro, así se ve a las crías teclear como poseídas por el diablo en el tranvía a toda velocidad con sus uñitas largas en la pista de aterrizaje mínima de cristal. Y la verdad es que parece extraño que opten por el mensaje escrito quienes se molestan cuando les indicas en clase que copien los enunciados de los ejercicios en el cuaderno. Supongo que la vida es así, que cada una de las cosas que hacemos contiene un lado oscuro, una contradicción. Según leo, «los más jóvenes se pueden sentir atacados al recibir una llamada que no tenían prevista, y eso les puede llegar a crear ansiedad o generar una situación incómoda» (“Ahora te llamo: ¿por qué los jóvenes tienen pánico a las llamadas telefónicas? Judit Castaño; La Vanguardia, 11.1.2022)**. Vamos, que estamos rodeados de enemigos invisibles y queremos ser los «monarcas del tiempo», de nuestro tiempo -el cual, irónicamente, maneja a su capricho el becerrito de oro, ese pequeño chupete electrónico del que nadie prescinde hoy-. Y yo me posiciono abiertamente en contra de esta tendencia juvenil del texteo. A mí me gusta oír la voz de quien habla. Si está nervioso o emocionado, si le da la risa, quiero compartir ese momento. Ahora entiendo por qué algún cobarde elige enviarme un whatsapp para felicitarme y cumplir conmigo.

No paro de darle vueltas a esto. Claro que es mucho más cómodo esconderse, fingir una atención que el otro no merece, quedar bien sin esfuerzo. A veces hay que elegir entre la cobardía repensada y la valentía espontánea de la voz y la emoción. Me pregunto si esta actitud guarda relación con el gesto moderno de evitar saludar al prójimo. Observo a ciertos críos -teenagers– que no dicen hola ni adiós, no han aprendido o no han querido aprender a dar los buenos días al entrar en un espacio público, ya sea el aula, una sala de espera, o cualquier otro lugar y que de ninguna manera responden al saludo de un adulto. Esta sí que es una falta grave que debería castigarse con penas de multa, prisión sin fianza e incomunicación- valga la redundancia- a modo de escarmiento. Muchas veces me he encontrado en la incómoda situación de mirar a alguien a la cara, saludarle y comprobar atónito cómo echaba mano al bolsillo, cogía el teléfono y evitaba responder. En ocasiones como esas me veía retratado en el hombre aquel de la canción de Javier Krahe. Me sentía ridículo, abandonado a mi suerte, como plantado allí en medio de la calle sin respuesta, «y yo con mi canción como un gilipollas». Últimamente me pasa que me quedo desconcertado y pienso que tal vez la educación recibida no es la mejor preparación para tratar con la gente de las nuevas generaciones. Solo lo pienso un instante, luego llego a la conclusión de que estas no pueden elegir y yo sí. A veces elijo ser maleducado y otras veces elijo comportarme como un gilipollas, pero un gilipollas educado

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*versión de Javier Krahe de la canción «Marinette» de Georges Brassens

**Judit Castaño, «Ahora te llamo»: ¿por qué los jóvenes tienen pánico a las llamadas telefónicas? 


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