¿Tiene mucho sentido, una vez pasada la tragedia de la Historia, esa tragedia en carne viva que impide a las mentes actuar con sangre fría, sin rencores, reclamar la procedencia uno a uno de los héroes inmolados? Recientemente ha tenido lugar en Francia una viva polémica por la decisión del presidente Macron de hacer entrar en el Panthéon al resistente comunista, de origen armenio, Missak Manouchian (Adiyaman, Imperio Otomano 1906-Mont-Valérien 1944). En la misma ceremonia se inhumó a su esposa, también combatiente de la Resistencia, Mélinée (Constantinopla 1913–Fleury-Mérogis 1989).

Pasado el tiempo, Manouchian se convertiría en un nombre mítico. Sería cantando por Léo Ferré en un disco titulado L’Affiche rouge, inspirado en un célebre poema que le había dedicado Louis Aragon. El siniestro affiche, o cartel nazi, en cuestión reproducía las fotos de un grupo de resistentes, casi todos ellos comunistas inmigrantes, tratados de «bandidos», y a punto de ser ejecutados en febrero de 1944, tras un juicio sumarísimo. Estaban encabezados por «el jefe de la banda», según la denominación de los verdugos, que no era otro que Manouchian. Lo rodeaban cinco judíos polacos, dos judíos húngaros, un comunista italiano y un «español rojo», Alfonso. El color predominante era ese precisamente: el rojo. En grandes letras, la propaganda alemana había hecho imprimir con grandes caracteres: «¿Libertadores? ¡La liberación gracias al ejército del crimen!».

«Escoger a quién otorgar el honor de entrar en el Panthéon ha sido siempre una elección difícil y un ejercicio delicado», dirá el historiador y periodista Michel Lefebvre. Ya en 2015 François Hollande introdujo la paridad, hasta entonces ausente, al hacer entrar, junto a dos hombres, a dos mujeres sumamente célebres, también de la Resistencia, la antropóloga Germaine Tillion y la activista por los Derechos Humanos Geneviève de Gaulle-Anthonioz, sobrina de De Gaulle. Por un lado, se había respetado la paridad por la que todos clamaban, pero por otro aún seguía ausente un símbolo que claramente caracterizó la enorme disparidad política y de orígenes natales de la Resistencia francesa: los extranjeros (esos ‘méthèques’ que cantaría Moustaki) y los comunistas. A pesar de su presencia clamorosa aún no habían entrado. Sólo hay que pensar en el glorioso protagonismo, notablemente español, de 150 republicanos de La Nueve, a la hora de entrar los primeros en París, en el momento de la Liberación.

Parecía ser que, poco a poco, se procedía a hacerles sitio a todos aquellos que, como afirmó Macron en la ceremonia dedicada a Manouchian, «decidieron morir por nuestra nación». Añadiendo algo importante: «Se trata de un reconocimiento europeo». Qué menos en la Unión Europea actual, en la que los valores y libertades a defender, y ahora ya lo sabemos plenamente, no conocen fronteras ni nacionalidades a la hora de ser protegidos de igual manera. En el caso francés, tras haber «pantheonizado» a la política Simone Veil, primera mujer presidenta del Parlamento Europeo, y a su marido, el presidente Macron haría entrar en 2018, con este acto, de nuevo altamente cargado de simbolismo, a los deportados desde Francia, muertos o sobrevivientes de los campos nazis.

Este año, LXXX Aniversario del Desembarco en Normandía, que tuvo lugar el 6 de junio de 1944, la ocasión no podía ser mejor: el reconocimiento por fin a esa heroica y multinacional Resistencia, imposible de ser obviada. ¿Cuál era el problema? Missak Manouchian, un líder de gran personalidad, intelectualmente autodidacta, poeta y valiente soldado a la vez, amigo de los padres, también resistentes, del cantante Charles Aznavour, que lo conoció en la adolescencia y que siempre guardó un recuerdo emocionado de él, era además de armenio y apátrida, comunista. Es decir, un defensor de otro totalitarismo en curso en aquellos días. Por otra parte: ¿por qué no hacer entrar a los 23 fusilados en total, tras el proceso del llamado ‘Affiche rouge’? La historiadora Annette Wievorka, una gran especialista, que ha consagrado valiosos libros y estudios a la Segunda Guerra Mundial, y que este año ha publicado ‘Anatomie de l’Affiche rouge’, protestaría por la decisión de hacer entrar solo a la pareja de resistentes de Manouchian y su mujer, y no a todo el grupo, igualmente fusilado y perseguido por los nazis. Por otro lado, el anuncio de asistencia a la ceremonia del Panthéon de Marine Le Pen, jefe de filas del partido de extrema derecha RN, tampoco calmó los ánimos. Georges Duffau-Epstein, hijo de uno de los ejecutados, Joseph Epstein, declararía: «Las ideas que defiende, la preferencia nacional y la expulsión de inmigrantes clandestinos en particular, están en completa contradicción con los valores de la Resistencia».

Una Resistencia de la que no cesan de salir a la luz, cada día, héroes olvidados, cada vez más jóvenes, sacrificados por las libertades de las que Epstein hablaba. Ese es el caso del jovencísimo y muy célebre actor en su época Robert Lynen, de rostro angelical, que a pesar de su inmensa fama en la pantalla y en los escenarios de su tiempo, escogió pasarse a un grupo de la Resistencia en la época de la Ocupación. Lynen, que aparecía mencionado en el delicioso libro de Georges Perec ‘J’e me souviens’, moriría fusilado a los 24 años, el 1 de abril de 1944, cantando La Marsellesa. Jamás llegaría a pronunciar una sola palabra ni a delatar a ningún compañero, tras haber sido sometido durante días a salvajes torturas por parte de la Gestapo. Un sacrificio desinteresado, entregando generosamente la propia vida por el bien de todos, hablándole cara a cara a un futuro que encarnaba lo mejor de sus ideales, al que hace poco se ha referido el escritor Hervé Le Tellier, flamante ganador del premio Goncourt por su excelente novela ‘La anomalía’, y autor de otra más reciente, igualmente admirable, ‘Todas las familias felices’: «Tal y como está el mundo, es necesario hablar de la Ocupación, de la colaboración y el fascismo, del rechazo al otro hasta su destrucción». Le Tellier le ha dedicado su nueva obra, ‘Le Nom sur le mur’ (‘El nombre en la pared’), que aparece estos días, a un joven resistente, un anónimo ‘maquisard’, André Chaix, de vida tan breve como la de otros muchos en aquellos tiempos. Nombres de desconocidos que a veces, cruzando las calles europeas, uno se encuentra grabados de repente en una pared, en un portal, en algún cruce de caminos, en el monumento a los caídos de pequeños pueblos ignorados, con las cifras de nacimiento y muerte entre paréntesis, cifras de vidas cortas, sin casi historia, secretas, a las que novelistas, historiadores, recopiladores emocionados y perseverantes de hazañas y ejemplos no tan remotos de lo mejor de la humanidad, se empeñarán en hacerlos habitar de nuevo en ese «inmenso palacio de la memoria» del que hablaba san Agustín.

Originalmente publicado en el diario ABC de España


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