“A nada teme más el hombre que a ser tocado por lo desconocido”. La frase es de Elías Canetti e inaugura una de las reflexiones del siglo pasado más perceptivas sobre la condición humana: Masa y poder. De paso, es una muy buena introducción a un género cinematográfico particularmente revelador sobre el hombre y las condiciones en las cuales le ha tocado vivir. Acaso porque no solo somos definidos por nuestros rasgos más obvios, sino y muy especialmente, por nuestras fobias y nuestros miedos.

El puntapié inicial lo dan en los años veinte los alemanes, en la que sería una colección premonitoria de monstruos, seres torvos e imaginerías perversas que cristalizarían en una pesadilla, esta vez real, en la década siguiente. Cruzando el Atlántico, en la fábrica de sueños, unos estudios tallan su imagen gracias al horror. Se trata de la Universal, que hace de Frankenstein, Drácula, los hombres lobos e invisibles y una larga serie de criaturas de la noche su filón preferido. Y junto a ellos, por supuesto, las estrellas que los encarnan y representan al género, el muy británico Boris Karloff, el húngaro Bela Lugosi, junto a directores que sacaban lo mejor de ellos a punta de ingenio.

El género siempre tendría quien lo apuntalara. Hacia 1942 la RKO, con su prestigio mancillado por el fracaso de El ciudadano, apostaría por hombres gato y fantasmas lejanos, y en los cincuenta un estudio inglés menor, la muy célebre Hammer, se levantaría de su tumba con un Drácula imbatible: Christopher Lee.

Un cambio dramático se operó hacia 1968 con un filme de ínfimo presupuesto llamado La noche de los muertos vivientes, de un tal George Romero. La serie de secuelas, remakes y vueltas de los mismos remakes han trazado en torno al original una muralla de bruma, pero vale la pena revisarla en su contexto.

Los muertos vivientes de Romero eran los fantasmas que amenazaban a la América profunda, esa que elegiría a Nixon y padecería el lejano horror de una guerra en el sudeste asiático. El trabajo fue un inesperado éxito y consagró a los muertos vivientes, parientes lejanos de los muy tercermundistas y gastados zombies, como un “commodity” más del género. Era un cambio tectónico. Los monstruos ya no eran extranjeros cuyo acento extraño signaba su individualidad. Los fenómenos eran la masa de Canetti, el otro que en algún momento había sido uno de nosotros pero que, tocado por lo desconocido, había pasado a ser nuestro enemigo. Y horror de horrores, el contacto con ellos podía transformarnos en unos habitantes más de esa zona difusa entre la vida y la muerte.

De alguna forma, la guerra lejana había llegado a casa, nos había contaminado y dejaba que sus subproductos nos amenazaran ya no en los estados fronterizos, sino en la identidad propia que da el Sur profundo. De ahí el éxito que la saga tendría, y sigue teniendo ahora en que la invasión del otro, que algunos llaman migración, está a la orden del día.

Entra en escena Stephen King. Nacido en 1947, abandonado por su padre, tuvo una infancia paupérrima y fue un ávido lector de cómics y libros de terror. Escribió varias novelas y lo que lo sacó de la ruina fue un adelanto de 2.500 dólares por Carrie, la historia de una joven con poderes paranormales, que Brian Di Palma llevaría al cine en 1976. Le seguirían unas decenas más de libros, en general muy exitosos y llevados con desigual éxito a la pantalla, incluyendo un Kubrick que le desagradaría, El resplandor.

King es, en general, despreciado por la crítica literaria y admirado por la prensa económica. Pero tiene una importancia singular en el tema del horror. El autor hace nacer el horror en lo cotidiano. Sus escenarios son los pequeños pueblos, los suburbios que se jactan de su normalidad. Sus personajes son seres cotidianos, sorprendidos por su alteridad. Un joven que adquiere poderes predictivos a resultas de un accidente (La zona muerta), un par de ejecutivos publicitarios a quienes un San Bernardo atacará (Cujo), o los habitantes de un pueblo invadido por vampiros (Salem s lot). El hallazgo de King es que los personajes logran su identidad en la lucha agónica frente a una entidad perversa o simplemente anodina pero provocadora de grandes eventos. Y todo ocurre, no porque los monstruos con mayúsculas de décadas anteriores, o la masa sin identidad más cercana, acechen en el umbral. Lo que asusta en King, probablemente lo que genera su colosal éxito, es que logra convencernos de que el mundo de todos los días puede tornarse singularmente amenazador. De ahí el remake de It y su actual secuela. Porque con esas dos letras, King es capaz de aludir a lo innombrable, a ese núcleo extraño, opaco, capaz de generar el terror por lo que no podemos ni siquiera nombrar.


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