Estudiantes, fiscalía de la CPIDespués de un largo y complejo proceso de negociaciones se adoptó en Roma, el 1º de julio 1998, el Estatuto o Carta fundacional de la Corte Penal Internacional como instancia judicial con sus magistrados, fiscalía, secretaria, secciones y salas; y como organización internacional con una Asamblea que reúne a los Estados partes que supervisa las actividades de la Corte, aunque, desde luego, no sus funciones meramente judiciales.

Celebramos los primeros veinte años (lleva 24) del instrumento jurídico internacional que crea una instancia penal internacional permanente en la que la comunidad internacional ha depositado su confianza para enfrentar la impunidad por los crímenes más atroces que “desafían la imaginación y promueven profundamente la consciencia de la humanidad” y que sea capaz de investigarlos y de procesar y castigar a los responsables, también de prevenirlos.

La primera referencia acerca de la creación de un órgano judicial penal internacional la vemos en la propuesta del jurista suizo Gustav Moynier, uno de los cofundadores de la Cruz Roja, en 1872, cuando propuso la creación de una instancia penal internacional para juzgar los horribles crímenes que se habían cometido en la guerra de 1870-1871. Una idea que sería retomada mas adelante en el Tratado de Versalles de 1919 para juzgar al Kaiser alemán Guillermo II por los crímenes cometidos durante la primera guerra mundial. Doctrinalmente la idea de una corte internacional y los principios de derecho internacional se desarrollan durante el periodo entreguerras, destacando la obra del jurista rumano Vespasiano Pellas, promotor de la justicia internacional. Pero será sólo después de los horrores del nazismo, con la creación de los tribunales militares de Nuremberg y de Tokio, que se da el paso definitivo en este proceso. En los textos constitutivos de estos tribunales militares (Estatuto y Carta) y en sus sentencias se desarrollan los principios de Derecho Internacional penal que serían aprobados más tarde por la Comisión de Derecho Internacional (CDI) y la Asamblea General de las Naciones Unidas y que serían incorporados en el Proyecto de Código de Crímenes contra la Paz y la seguridad de la humanidad y en el Proyecto de Estatuto de la Corte Penal Internacional de la CDI que constituirán la base de las negociaciones que se emprendían entonces.

A comienzos de los 90, ante las atrocidades que se cometían en Ruanda y en la antigua Yugoslavia, aprovechándose el momento político internacional caracterizado por cierta distensión, el Consejo de Seguridad crea los dos tribunales especiales que marcan definitivamente el camino a Roma.

La distensión que ocurre a finales de los 80 con la caída del muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética favorecen la creación de la nueva Corte, lo que sin embargo no garantizaban que el proceso iba a estar exento de dificultades. No todos pensaban igual sobre la naturaleza de la nueva instancia. Si debía formar parte de las Naciones Unidas, si debía depender del Consejo de Seguridad o si, como resultó, tenía que ser una institución autónoma, aunque se coincidía por lo general en que ella debía ser una instancia complementaria de los sistemas nacionales de justicia. Muy discutido también el derecho material que sería objeto de su competencia. Después de considerar los distintos crímenes internacionales se decidió incluir sólo cuatro: crímenes de guerra, de lesa humanidad, genocidio y agresión, dejando algunos fuera de ese ámbito, como el narcotráfico y el terrorismo. Difícil discusión también sobre las cuestiones procesales: competencia, inadmisibilidad, inicio del proceso, papel del fiscal.

Las divergencias políticas y jurídicas eran importantes y notorias. Había tres grupos que mantenían posiciones muy distintas. Uno, que apostaba por una instancia independiente, no sometida al Consejo de Seguridad, con una competencia automática y universal sobre los principales crímenes internacionales que formarían su competencia material y con un Fiscal independiente. Esta posición, compartida por Venezuela y un amplio grupo de países, los like minded o afines, era apoyada por la sociedad civil que jugó, como sabemos, un papel determinante en la adopción del Estatuto.

Un segundo grupo de países prefería que la Corte no fuera independiente, en relación con la cual el Consejo de Seguridad tendría que jugar un papel fundamental en cuanto al ejercicio de su jurisdicción. Estos países preferían que la Corte tuviera una competencia no automática, un fiscal no con tanta libertad de acción o facultades en cuanto al inicio del proceso y que no se incluyera el crimen de agresión.

Y finalmente, un tercer grupo que argumentaba que una nueva Corte no podía ir en detrimento de la soberanía y la independencia de los Estados, que no podía ser independiente y que tampoco podía estar sometida al Consejo de Seguridad que rechazaban también que la misma fuera competente para conocer crímenes cometidos en conflictos armados no internacionales.

La cuestión era cómo conjugar esas posiciones, cómo encontrar denominadores comunes que permitiesen el consenso en torno a los principales problemas que se planteaban entonces, conscientes de que la Conferencia de Roma presentaba quizás la última oportunidad para realizar esta idea. Armonizar los diversos sistemas jurídicos, el common law y el civil law, no era fácil. Tampoco armonizar las legislaciones internas y menos aún las visiones políticas e incluso las diferencias sociales, culturales y hasta religiosas.

Pero finalmente se logró la adopción del Estatuto, gracias al empeño de los países que la promovían con mayor entusiasmo y a la presión positiva de la sociedad civil que por primera vez participa formalmente en un proceso de negociaciones internacionales de esta naturaleza. Un Estatuto que conjuga el Derecho Penal y el Derecho Internacional, que refleja a la vez un Código Penal y un Código de Procedimiento Penal. Una Corte permanente para enfrentar las atrocidades que se cometían y se siguen cometiendo en el mundo.

Venezuela estuvo presente, más desde 1991, en el proceso de negociaciones, en la Sexta Comisión de la Asamblea General, en los Grupos y Comisiones creados por la Asamblea y en Roma. Nuestra delegación, de la que tuve el honor de formar parte junto a excelentes juristas, Milagros Betancourt Catalá y Norman Monagas Lesseur (+), hizo aportes importantes sobre algunos temas, entre los cuales, el sistema de penas, la definición de los crímenes, la responsabilidad penal individual, la creación de una organización internacional. Venezuela fue el primer país de la región en ratificarlo.

Con la entrada en vigor del Estatuto, el funcionamiento de la Corte Penal Internacional, una institución en la cual todos hemos depositado nuestra confianza, pues es, sin duda, la herramienta más importante que tenemos a la mano para enfrentar la impunidad por los crímenes internacionales más repudiados y para aplicar justicia y responder a las víctimas. Es cierto que no todos confían en ella. También que tiene ciertas debilidades. Todavía no es una Corte realmente universal, pues actores importantes se han negado a participar para cuidar “sus soberanías” y sus intereses: Estados Unidos, Rusia, China, India, Israel.

La comunidad internacional, que no se limita a los Estados y que abarca a la sociedad civil, a la gente en el mundo, espera que la Corte funcione eficaz y eficientemente y que sea útil para garantizar el pleno respeto de los derechos humanos en el mundo, prevenir las tragedias que hemos visto los últimos años por conflictos inútiles, por la violencia de Estado perpetrada por regímenes que solo buscan permanecer en el poder para satisfacer las ambiciones personales de sus dirigentes.

La comunidad internacional tiene plena confianza en la Corte que debe enfrentar los retos que imponen las circunstancias. La cooperación es esencial en su funcionamiento. La Corte debe cooperar con los Estados para que cumplan con su deber primordial de sancionar a los responsables de los crímenes internacionales de mayor trascendencia, aunque cuando ello no es posible se activa su jurisdicción complementaria. Pero también, los Estados deben cooperar con ella para que sea más eficiente y eficaz. Las grandes potencias ausentes deben aceptar su importancia y la necesidad que tengamos una instancia realmente universal y adherir cuanto antes al Estatuto, cooperar con ella y así evitar que se sigan cometiendo crímenes internacionales o violaciones sistemáticas o generalizadas de derechos humanos.


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