El socialismo es fácil de definir, pero el liberalismo resulta más complicado. El socialismo es una utopía literaria, soñada por un puñado de intelectuales en los siglos XVIII y XIX, especialmente en Francia. Encerrado en su torre de marfil, Rousseau imaginaba una época prehistórica en la que reinaban la prosperidad y la igualdad entre los hombres porque no existía la propiedad. Por desgracia, nuestros antepasados de las cuevas de Altamira no están aquí para dar fe de ello. La esencia del pensamiento socialista, desde Rousseau hasta Marx, es que la propiedad es la fuente de todos los males. Tienen la certeza de que, si se elimina, reinará una dulce armonía entre los hombres. Así pues, el socialismo se inventó de la nada, pero se ha probado en todas las civilizaciones. Por tanto, podemos juzgarlo no por sus intenciones puras, sino por sus resultados concretos. Estos no cumplen las expectativas; muy al contrario, el socialismo ha degenerado en odio de clases e incluso en terror.

En cuanto al liberalismo, todo es más complicado porque nadie lo ha inventado. Es el producto de la historia, de una experimentación compleja en diferentes civilizaciones. La propia palabra abarca tres versiones diferentes: el liberalismo económico basado en el libre mercado, el político, basado en el imperio de la ley, y el moral que aboga por la libre elección de la conducta. La síntesis entre estos tres no es tan simple, y es frecuente encontrar uno sin el otro. Peor aún, el liberalismo lo suelen definir sus enemigos más que sus partidarios. Estos titubean entre distintas versiones y experiencias. Para sus enemigos, el liberalismo es simplemente el poder de los ricos, algo que, en realidad, no vemos por ninguna parte.

Intentemos proponer una definición positiva del liberalismo partiendo de dos fundamentos: experimentación y la modestia. Experimentación porque el liberalismo no debe ser juzgado por sus intenciones sino por sus resultados. ¿Funciona o no funciona? Empecemos por el liberalismo político, es decir, la democracia. No cabe duda de que funciona, porque ha resuelto la dificultad esencial de todo sistema político, que no es la elección de buenos dirigentes, sino que estos se marchen cuando concluye su mandato. Una democracia justa es aquella que permite a la oposición esperar su turno, sin rebelarse contra el poder vigente. Este mismo desalojo del líder en una fecha establecida y sin violencia lleva a este último a comportarse de manera tolerable con la esperanza de completar su mandato en circunstancias legítimas. Una democracia justa es también aquella en la que la ley, y la Constitución en particular, prevalecen sobre los hombres, incluso sobre los que están en el poder. La de Cádiz de 1812 cumplía estos requisitos. A título de información, recordemos que fue en Cádiz donde el término liberalismo apareció por primera vez en Europa.

La ley por encima de los hombres y la renuncia al poder en una fecha establecida son los dos criterios de una democracia liberal. Pocas naciones lo cumplen, pero en aquellas que sí lo hacen, la sociedad vive en paz y desconoce la violencia política. En cambio, en el socialismo les cuesta mucho obedecer la ley y abandonar el poder. Así es como el socialismo en la historia degenera en una guerra civil o en una dictadura. Esto nunca ocurre en una democracia liberal.

El liberalismo económico respeta los mismos criterios que el político. Una economía liberal es aquella que obedece la ley y permite a empresarios y asalariados invertir a largo plazo sabiendo que sus esfuerzos se verán recompensados y no confiscados. En una economía liberal, el derecho a entrar y salir del mercado es una garantía de su flexibilidad y de su eficacia. Si observamos un gráfico del crecimiento económico desde principios del siglo XIX, es irrefutable que las economías más liberales son las que han aportado mayor prosperidad y, al mismo tiempo, la han redistribuido. En una economía que crece, la redistribución es evidente. Si el Estado interviene, es para garantizar el respeto a las reglas de la libertad económica, en particular las de la competencia y el libre comercio. Este es el primer pilar del liberalismo. Se me podrá reprochar que pase por alto las crisis y las imperfecciones, pero dado que los seres humanos son imperfectos, no hay ninguna razón para que las sociedades humanas sean más perfectas que los individuos que las componen. Lo mismo ocurre con las crisis, que son intrínsecas al sistema económico. Periódicamente nos obligan a revisar el motor para que esté mejor sincronizado.

El segundo pilar del liberalismo es la modestia. Ser liberal es ser modesto. Si el liberalismo fuera perfectamente justo, como pretende serlo el socialismo, ¿cómo podría estar sujeto a crisis y desafíos? ¿Cómo es posible que no lo apoyara el 100% de la población? Guste o no, el liberalismo es imperfecto; si no atrae al 100% de la población, no representa el 100% de la verdad. La democracia liberal es a menudo fuente de confusión e ineficacia. Esto no implica que deba ser sustituida por una dictadura, pero explica la impaciencia de la gente. Del mismo modo, la economía liberal es eficaz pero lenta. No crea tanta riqueza como cabría esperar, ni genera espontáneamente la igualdad que la gente espera. Esta lentitud e imperfecciones explican en gran medida la oposición, aunque no se planteen propuestas que sean mejores. Aquí es donde los liberales chocan con sus límites: no saben movilizar las pasiones o aplacar la impaciencia. Al ser racionales, son incapaces de militar contra la razón para satisfacer las demandas populares inmediatas.

Ser liberal significa admitir que solo representas a la mitad del mundo y que tienes que convivir con la otra mitad, guiada por la pasión y la utopía. Esta modestia explica por qué no existe un Partido Liberal en ningún país, salvo raras excepciones como Alemania. Y así es como tiene que ser; el pensamiento liberal está destinado a influir en todos los demás y a encaminar a los utópicos hacia la comprensión del principio de realidad.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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