La dura realidad china es que el crecimiento de su PIB, en el segundo trimestre de 2019, fue el más bajo de los últimos 27 años: 6,2%. También sus cifras perdieron impulso frente al 6,4% de expansión que alcanzaron en el primer trimestre.

Al ver las cosas más de cerca se reconocen dos elementos que desempeñan un papel importante en la desaceleración registrada por la economía del coloso. Uno tiene mucho que ver con la guerra comercial con la primera potencia mundial. El otro es estrictamente interno.

El primero –que no necesariamente el más abultado– es el efecto sobre la dinámica productiva doméstica ocasionada por menores exportaciones, lo que viene ocurriendo desde el inicio de las controversias con el gobierno de Donald Trump. Es que en ese país de Asia las exportaciones son responsables por una quinta parte del crecimiento del PIB. En el mes de julio la actividad manufacturera de nuevo sufrió una descolgada, por  tercer mes en fila, como consecuencia de la disminución de las órdenes de compra del exterior. Así que buena parte de lo que viene ocurriendo en el pasado semestre es una consecuencia directa de las sanciones estadounidenses. Revertir la tendencia contractiva que llega por esa vía es, pues, indispensable.

Pero el comercio externo es solo una de las variables que se deben considerar. El otro de los factores esenciales de la desaceleración es la inflexión de la curva de consumo de sus nacionales. La demanda se ha debilitado de manera significativa. Xi Jinping ha admitido, de viva voz, que el país enfrenta turbulencias –lo calificó apenas de una “situación compleja”– pero sin duda que es un hecho inusual esta admisión de debilidades. En el mismo acto ha llamado a sus compatriotas a resistir, típica actitud comunista. El caso es que el gobernante ha hecho que el país tome conocimiento de las estadísticas oficiales, las que, por lo general son mucho menos dramáticas que la realidad, transmitiendo así una buena dosis de inquietud tanto al empresariado como a la población de a pie.

Imaginemos por un instante cómo esta situación, es decir, menos exportaciones y menos consumo,  de prolongarse, afectaría muy severamente los ingresos nacionales. Ya las empresas han estado utilizando los mecanismos a su alcance para reducir las plantillas de trabajadores en anticipación a una crisis generalizada. Pero los altos jerarcas de la economía no pueden esperar a que tal reacción tome cuerpo. El primer ministro Li Kegiang ha instado, entonces, a las empresas, a empeñarse en sostener el empleo –de nuevo un llamado a la solidaridad comunista– y ha alertado al país sobre las consecuencias sociales de despidos masivos y de un desempleo desbocado. La inestabilidad social, es conocido, resulta una continua preocupación de todo país de economía centralizada, más todavía cuando la población alcanza el tamaño de la china.

Pero eso no es todo. China enfrenta igualmente un sobreendeudamiento que la castiga tanto o más que el desconsumo y la contracción de su comercio. También tiene un importante rol el conjunto de empresas estatales de gran talla caracterizadas por su ineficiente y deficitario desempeño, que es lo que, en el fondo, explica los subsidios masivos que distorsionan el comercio mundial.

Dentro del panorama descrito, China no tiene tiempo que perder. Si en algún momento la opción de esperar a un cambio de líder en el Salón Oval de la Casa Blanca pareció una opción a los jerarcas chinos, ya es claro que el tiempo no corre a su favor.

Nuevas sanciones estadounidenses, las que estarían a la vuelta de la esquina, representarían un golpe muy difícil de asimilar para los gobernantes, las empresas y la sociedad.


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