Detenidos DGCIM
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Recientemente, Suiza aprobó -mediante referéndum- una ley que prohíbe, en los lugares públicos, el uso del burka, que es parte de la vestimenta tradicional islámica, y que oculta el rostro de las mujeres que lo portan. Si duda, hay, en el uso del burka, consideraciones religiosas que deben ser atendidas y respetadas; pero, en los lugares públicos, su prohibición constituye una restricción legítima, que merece igual atención. En este sentido, debe observarse que esta ley, que tiene el propósito de promover la igualdad y libertad de las mujeres, así como la seguridad de todos, también procura garantizar el orden público, impidiendo que quienes participen en manifestaciones públicas oculten el rostro para cometer desmanes, promover la violencia y destrozar tanto el mobiliario público como los bienes de particulares. Por supuesto, los suizos ni siquiera imaginan que esa práctica pueda ser imitada por agentes policiales y militares.

A miles de kilómetros de distancia de Suiza, lejos del funcionamiento apacible de sus instituciones democráticas -y lejos de la presidencia de un solo año, poco apetecible para las ambiciones de cualquier tirano-, en esta “tierra de gracia”, cuya temperatura hace innecesario el uso de un pasamontaña, ocultarse el rostro no sólo es una práctica corriente, sino que, incluso, es utilizada y alentada por la autoridad pública. En Venezuela, si éste era el medio al que solían recurrir los asaltantes de bancos -cuando éstos tenían dinero en efectivo-, y también los encapuchados, cuando se podía protestar en los alrededores de la UCV, ahora es una vestimenta propia de los colectivos armados y de los funcionarios policiales y militares.

Puede que para los suizos resulte difícil de comprender, y haya que explicarles por qué, en una sociedad democrática, el allanamiento a una vivienda, los operativos policiales para combatir al hampa, o la detención de un opositor político que no opone resistencia, deba ser realizada por personal policial o militar encapuchado. No hay ninguna razón aparente para que quien está cumpliendo una función pública deba ocultar su rostro, como si estuviera cometiendo un delito; a menos que, efectivamente, eso sea lo que esté cometiendo, y que el propósito de la capucha sea proteger su identidad de una eventual investigación criminal de la Corte Penal Internacional. Por su indiferencia, al fiscal general de la República debe parecerle normal que policías y militares vayan encapuchados, con su fusil preparado para eliminar a tantos traidores a la patria.

Que unos bandidos oculten su rostro para cometer sus fechorías es algo comprensible, pues nadie en su sano juicio iba a esperar que fueran repartiendo tarjetas de presentación. Que unos jóvenes confundan la protesta social con la anarquía y el vandalismo y salgan a lanzar piedras a la policía, premunidos de una capucha, ya resulta intolerable. Pero, en una sociedad democrática, los que representan a la autoridad nunca pueden esconder la cara; lo que es absolutamente inaceptable es que, quienes dicen representar la ley y el orden actúen, haciendo uso de las armas que les da el Estado, ocultando el rostro a quienes le pagan su sueldo y a quienes deben proteger. Cuesta comprender cómo nos hemos acostumbrado a un gobierno encapuchado que, con justa razón, se siente avergonzado de sus actos, y que no quiere que se sepa quiénes son los autores materiales de sus tropelías. A los autores intelectuales -con el perdón de los auténticos intelectuales- ya los conocemos.

En tiempos de Fujimori, los peruanos fueron víctimas de los tribunales sin rostro; en tiempos del chavismo sin Chávez, los venezolanos somos víctimas de los policías y militares sin rostro. Como los jueces todavía no se sienten suficientemente avergonzados de las patrañas que tienen que avalar, todavía firman con su nombre las sentencias previamente redactadas por los que mandan; pero las cosas podrían cambiar. Frente a tanto acto de corrupción, no conocemos la cara del contralor general de la República. A pesar de los voluminosos informes sobre violaciones de derechos humanos, emanados de la Misión de Verificación de Hechos o de la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, tampoco hemos visto la cara del defensor del pueblo. Y Maduro, que se siente más cómodo gobernando en medio de la oscuridad, y que culpa al imperio del desastre en que nos ha sumido, tampoco se atreve a dar la cara.


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