Hace 50 años, el 11 de septiembre de 1973 en la mañana, nos despiertan los aviones de guerra, los disparos y el griterío. Ponemos la radio y sonaban las más tradicionales cuecas chilenas: “Mi banderita chilena”, “Viva Chile”, “Si vas para Chile”, “Manta de tres colores”, “La consentida” y otras. Luego una voz seria, de hombre, a eso de las 8:30 am, lee un bando de las Fuerzas Armadas y carabineros deciden ordenarle al Presidente de la República debe proceder a la inmediata entrega de su cargo.

Y siguen los aviones, los disparos y la música folklórica.

A las 9:10 am un señor escucha radio Magallanes y oímos al presidente Salvador Allende decir: “Seguramente esta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes”. Afirma que no renunciará a su responsabilidad de presidente, llama al pueblo a defenderse, pero no a sacrificarse ni a humillarse y dice su famosa frase: “Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”.

Bajamos al comedor del hotel a tomar café, desayunar y buscar información. Estaba lleno y nos había costado encontrar un lugar en algún hotel un día antes, el 10, cuando llegamos a Santiago luego de un largo y difícil viaje por tierra desde Arica. Nos albergamos en este, cerca del cerro San Cristóbal.

Vivíamos mi esposa Marlene y yo, y mi primer hijo Francisco Javier, en Lima, donde cursaba una maestría en desarrollo regional y urbano en el Programa Interamericano de Desarrollo Urbano y Regional en la Universidad de Ingeniería. Quería entrevistar para mi tesis a algunos expertos de la materia en la Cepal y el Ilpes, dejamos al niño en Lima, y emprendimos el viaje a Tacna, para cruzar la frontera y tomar un avión en Arica para Santiago; como no había vuelos corrimos la aventura de irnos por tierra, un viaje que merece una crónica aparte.

A tantos años de esos momentos muchas lecciones se pueden aprender, para bien de nuestros pueblos, y en esta oportunidad son también diversos los libros, ensayos y crónicas escritas sobre los cuales obtener distintos puntos de vista. Sólo me limitará a contar muy brevemente algo de lo que vi, advirtiendo que había vivido en Santiago dos años antes y luego fui varias veces.

La sociedad chilena estaba profundamente dividida, desde antes de las elecciones que eligieron a Allende que ganó con 36% de los votos de la Unidad Popular, frente a 34% de Alessandri del Partido Nacional y Rodomiro Tomic con 28% de la Democracia Cristiana. Ya la Unidad Popular era todo menos unidad, con posiciones extremas, de muchas tensiones internas dentro del propio gobierno, la sociedad chilena y el entorno internacional; sin embargo, se hizo un gobierno hegemónico y sectario. Escuché el día 9 cómo Carlos Altamirano, secretario general del Partido Socialista del presidente Allende, llamaba a la oficialidad joven de las fuerzas armadas a rebelarse contra sus comandantes.

El ambiente que se vivía era extremadamente politizado, con odios viscerales entre los propios familiares. Vi cómo parientes y vecinos denunciaban ante los carabineros a militantes de izquierda o a funcionarios, sabiendo el clima de violencia extrema que se estaba desplegando y el riesgo de torturas y muerte que corrían.

Ya la economía venía mal, pero se puso mucho peor, con una inflación espantosa de más de 600% y grave escasez de productos esenciales, grandes colas para comprar cualquier cosa, un elevado desempleo y la gente desesperada. No se conseguía ni pan, ni fósforos, ni jabón, ni casi nada. Las causas son muchas, como es de deducir, pero lo cierto es que casi nadie estaba conforme con la situación.

La presencia de los cubanos molestaba mucho a la mayoría de los chilenos, incluso a los partidarios del gobierno. Fidel Castro en persona se paseó por el país durante casi un mes, dando discursos en manifestaciones convocadas y financiadas por el gobierno. Súmenle a eso la llegada a Chile de toda clase de extremistas de izquierda de todas partes, que llegaban a ayudar a la revolución.

Yo personalmente fui a la Embajada de Venezuela donde el embajador Orlando Tovar Tamayo valientemente hacía milagros para atender a tantos refugiados, ayudarles a buscar papeles y sacarlos del país. Me tocó colaborar algo en esto, tanto para sacar a paisanos nuestros como a chilenos que encontraron en Venezuela un refugio seguro, y muchos de ellos hicieron y hacen buenos aportes al país.

Había mucha euforia en diversas familias presagiaban optimistas que nacía una época de bienestar. Y mucha tristeza y angustia en otras, que sufrían la tragedia de la venganza fratricida. Se sabía de enormes persecuciones, de presos, torturados, desaparecidos y fusilamientos. Me encontré a un viejo amigo que, hasta ese momento director de planeamiento de la Universidad de Chile, iba barbudo y demacrado, buscando para dónde irse; lo había conocido cuando elaboramos el Programa Motatán – Cenizo para Corpoandes y me había regalado los 8 tomos de la monumental obra de Francisco A. Encina Bolívar y la Independencia de la América Española. Fue la última vez que lo vi y nunca supe más de él.

A estas alturas la historia es conocida, con los factores involucrados en su proceso, con los intereses internos y los externos de Estados Unidos, de la Unión Soviética y Cuba, y otros menos conocidos, metidos allí, entre tanto el pueblo chileno era víctima de las ideologías, intereses y luchas de poder.

La visita a Santiago era por 5 días y permanecimos casi un mes sin poder salir. Al fin, con 50 dólares por medio, un funcionario logró que compráramos dos pasajes aéreos a Arica, y luego tardamos una semana para llegar a Tacna y reencontrarnos con Francisco Javier en Lima.


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