La Venezuela que emerge, después de 22 años de ser pésimamente gobernada por unos improvisados autócratas, devenidos dictadores, e igualmente por los efectos que ha causado y causa la pandemia, es ahora cualitativa y cuantitativamente diferente.

No obstante, de los malhadados cambios operados en la economía y en la sociedad venezolanas, parece pertinente resaltar otros aspectos de la referida evolución que habría que tomar en cuenta al momento de elaborar una estrategia de acción para la disidencia que se enfrenta al régimen.

En efecto, la hegemonía numérica  que el chavomadurismo ha usufructuado durante cuatro lustros y fracción llegó a su fin; ahora su ventaja se reduce a unos cuestionables cientos de miles de votos que le otorgan una precaria presencia política. Igualmente, la hegemonía que el régimen ha mantenido tanto  de la mano del que se fue como en la  del que pusieron a gobernar  y que les ha permitido a estos manejar al país como un feudo personal, se esfumó.

El desempeño como gobernante del dictador actual ha hecho patente sus grandes falencias, sus profundas limitaciones, su falta de conexión emocional con el país. Las implicaciones del mandato de Maduro no son solo políticas o históricas; también morales puesto que ha pervertido monstruosamente las necesidades del pueblo venezolano. Por siempre le corresponderá convivir con su deshonor. Ello le ha erosionado el legado recibido y le ha ocasionado también desde el interior del chavismo, fuertes rechazos a su liderazgo.

Ahora el dictadorzuelo tiene que reconocer, mirar y tomar en cuenta la opinión de más de la mitad del país que no comulga con los fundamentos del ideario de sociedad del régimen. Las circunstancias presentes le  imponen al improvisado dictador, de manera terminante, establecer mecanismos de diálogo con esa mayoría del país. De no hacerlo, la inviabilidad y falta de legitimidad de su gobierno con certeza  profundizarán la  total parálisis y riesgo de vida que el país muestra de forma tan dramática.

Por tales razones, en la Venezuela de hoy el régimen y la oposición deben promover, por el bien del país, la reconciliación y la paz y ello supone fundamentalmente fortalecer institucionalmente la democracia y al Estado de Derecho tan duramente golpeados y vilipendiados durante los últimos años. Ambos deben hacer los esfuerzos necesarios para construir y fortalecer  instituciones políticas y judiciales que sean respetadas y creíbles para la solución de conflictos por la vía no violenta. Igualmente, establecer un consenso sobre los medios que resultan inaceptables emplear para la protección de los intereses propios por legítimos que estos sean.

Desde hace poco, hemos empezado a vivir una nueva era que rompe con los paradigmas del pasado que impedían a ambas partes ver la realidad, tal cual es. La verdadera  revolución que necesitamos es la de nuestro pensamiento. Solo una transición del pensamiento hacia una nueva forma de concebir el  desarrollo democrático, humano y sustentable, capaz de administrar y resolver sus conflictos de manera institucional y no violenta, es la única forma en que podemos resolver las situaciones de confrontación que a diario padecemos. Cuando hay voluntad política, incluso los obstáculos que parecen insalvables pueden tener una solución aceptable para las partes en conflicto. La reconciliación no es un asunto que podamos postergar para etapas venideras: debe ser el centro y esencia del proceso de reconstruir hoy  la convivencia  entre los venezolanos. Esa es, a mi juicio, la gran tarea que tiene por delante el liderazgo del país. Es la responsabilidad del gobierno y de la oposición que debe ser abordada de inmediato en un clima político en donde es claro que no hay un ganador y sí la posibilidad que millones de ciudadanos seamos perdedores si aceptamos pasivamente que la intolerancia, falta de visión y el odio fratricida sean los conductores del debate nacional.


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