El próximo sábado 4 de junio se cumplen 192 años del vil y cruel asesinato de Antonio José de Sucre, el Gran Mariscal de Ayacucho, alevoso crimen perpetrado en las montañas colombianas de Berruecos, por pérfidos individuos que lo emboscaron cuando se dirigía a la ciudad de Quito, para reencontrarse con su esposa la quiteña Mariana Carcelén, marquesa de Solanda.

Sucre salió de Bogotá a principios de junio de 1830.  Nada en su indumentaria identificaba su condición de militar, lo cual era lógico porque afirmaba ir a vivir apaciblemente con su esposa en la hacienda. No lo creían los liberales colombianos y ciertamente tenían razón, iba en misión dirigida a salvar a Colombia y ejecutar el plan de Bolívar, misión secreta.

Su abominable asesinato ha sido un tema que distintos historiadores lo enfocan de acuerdo con informaciones que se tejieron tras el doloroso suceso, y que se ha especulado por años.

Sin embargo, transcribimos el texto de un periódico de Bogotá de la época llamado El Demócrata, que había inserto un artículo titulado «Sedición criminal», que dice:

«Acabamos de saber con asombro, por cartas que he­mos recibido por el correo del Sur, que el general A. José de Sucre ha salido de Bogotá ejecutando fielmente las órdenes de su amo, cuando no para elevarlo otra vez, a lo menos para su propia exaltación sobre las ruinas de nuestro nuevo Gobierno. Antes de salir del Departa­mento de Cundinamarca empieza a manchar su huella con ese humor pestífero, corrompido y ponzoñoso de la disociación. Cual otro Leocadio, lleva el proditorio intento de minar la autoridad del gobierno en su cuna, ridiculizándole y burlándose aún de su misma generosidad. Bien cono­cíamos su desenfrenada ambición, después de haberle visto gobernar a Bolivia con poder inviolable; y bien previmos el objeto de su marcha acelerada, cuando dijimos en nuestro número anterior, hablando de las últimas perfidias de Bolívar, que éste había movido todos los resortes para revolucionar el Sur de la República. Pero hablemos de lo que actualmente sucede.

Va haciendo alarde su profundo saber… Se lisonjea de observar una política doble y deslumbradora. Afirma que los liberales y pueblo de Bogotá es lo más risible, o más ridículo que ha visto. En fin, osa decir, denun­ciando sus aleves intentos, que, si todos los pueblos son así, está seguro de cantar victoria en todos ellos. Dice además contra el gobierno, que el actual excelentísimo vice­presidente de la República sólo tiene capacidad para oír demandas verbales; que carece de talentos para inter­venir en el gobierno, pues actualmente no sabe lo que deba hacerse; niega la aptitud de todos los Ministros y tiene el descaro de asegurar que en toda la Nueva Gra­nada no hay quien pueda desempeñar esos destinos. Se burla de que se piense en la restauración del orden, y manifiesta su conato, su decisión por separar los pue­blos del Sur.

Sería difícil marcar cuál de estas dos aserciones es más fatua, más atrevida, más subversiva, más calumniosa, más llena de esa voraz ambición que le destroza las en­trañas y que en vano procura cubrir con una risa falaz y maligna. ¡Ved, colombianos, el más digno de los gene­rales de Colombia! Pero él tiene razón cuando dice que en vano se procura restablecer el orden; él está al cabo de todos los planes para insurreccionar las tropas, él mismo es un agente de la intriga, él ve en la generosidad de nuestro gobierno apenas debilidad e ineptitud. Ya empiezan a germinar las consecuencias de no haberse permitido al pueblo, el 7 del corriente, amarrar a todos los factores descubiertos del motín que dio ocasión a la alarma de aquel día, para juzgarlos y castigarlos, pro­bados que hubieran sido sus crímenes. El 7 de mayo pudo haberse hecho célebre en nuestros anales destru­yendo del todo las esperanzas de Bolívar y asegurando la estabilidad de Colombia. Bolívar es hoy un Vesubio apagado, pronto a romper su cráter vomitando llamas de odio, de destrucción y de venganza… Su explosión es temible y puede lanzar al Gobierno republicano y a la libertad al caos del olvido. Sucre, Carreño, Luque, Portocarrero y otros pérfidos mariscales, son bocas que verterán la sangre, terror y espanto de que está hirviendo el fondo de aquel volcán»

Salta a la vista, tras leer el contenido del injurioso artículo, que el atentado contra el glorioso cumanés, se estaba urdiendo abiertamente, y más aún si se lee la parte final de su contenido, que reza textualmente:

«Los pueblos del interior, que sirven obedientes al go­bierno y sin peligro, no tendrían motivo de armarse, pero afortunadamente se levantan batallones con qué auxiliar, si fuese preciso, a nuestros compatriotas del Sur, bien oprimidos aún por el general Flores. Las cartas del Sur aseguran también que este general marcha­ba sobre la provincia de Pasto para atacarla; pero el va­leroso General José María Obando, amigo y sostenedor firme del Gobierno y de la libertad, corría igualmente al encuentro de aquel caudillo y en auxilio de los invenci­bles pastusos. Puede ser que Obando haga con Sucre, lo que no hicimos con Bolívar».

Tenía razón el redactor del malvado artículo, de que era cierto que el mariscal de Ayacucho no iba en retirada del mundanal ruido político. Lleva a pensar así su trayectoria en el Sur en la que visita a José Hilario López, uno de los conspiradores para matarlo, al doctor Mosquera, que acababa de ser electo  presidente de Colombia por el Congreso hostil a Bolívar y a José Erazo, puestero en cuya casa se repartió el dinero a los que iban a asesinar y durmió su última noche el hijo ilustre de Cumaná.

Antonio José de Sucre era considerado uno de los militares más completos entre los próceres de Latinoamérica. Bolívar al conocer su muerte dijo: «Se ha derramado, Dios excelso, la sangre del inocente Abel. Lo han matado porque era mi sucesor».

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