Se dice fácil y pronto, empero cumplir ocho luengas décadas de incansable ejercicio de genuino y auténtico periodismo  en un país con unas características obviamente sui generis no es algo de ordinario suela ocurrir con frecuencia. Desde la mañana de aquel lejano 3 de agosto de 1943 hasta este 3 de agosto de 2023 ha transcurrido mucha agua por debajo de los puentes de la Historia republicana del último siglo y el diario El Nacional ha sido testigo presencial y de excepción de todo ese torrente aluvional de «histoire événementielle» que ha signado la mayor parte de nuestra contemporaneidad como país y las más sensibles fibras de nuestra nacionalidad (venezolanidad) como colectivo nacional.

Lo recuerdo asaz bien, yo vivía en el Delta del Orinoco y estudiaba 3º año de bachillerato. Al salir del liceo en el turno de la mañana para ir a mi hogar debía pasar por la plaza Bolívar y observaba un tumulto congregado alrededor del kiosco de revistas y periódicos que esperaban la prensa diaria que era transportada en un carrito de línea desde la ciudad vecina de Maturín hasta Tucupita. Los asiduos cotidianos lectores de la prensa todos los días fin falta se daban cita en la esquina del kiosco de periódicos y tejían sus conversaciones mientras algunos de ellos tomaban un café o fumaban un cigarrette a la espera del pan espiritual de todos los días.

De todos los cotidianos que llegaban al Delta el más esperado y solicitado obviamente era El Nacional. Mi adolescencia se forjó al calor de las lecturas las columnas de opinión que rubricaban sus artículos con nombres de imperecedero prestigio: Luis Beltrán Prieto Figueroa, Juan Nuño, Ludovico Silva y su hermano Héctor Silva Michelena, Héctor Malavé Mata, Domingo Felipe Maza Zavala, Pedro Berroeta Morales, Salvador Garmendia, José Ignacio Cabrujas y un sinfin de escritores, artistas e intelectuales que dejaron su huella inmarcesible en mi sensibilidad estética-literaria y en el estatuto del futuro escritor que a la postre habría de resultar.

Desde mi tierna adolescencia abrevé con fruición e incurable ansias de cultura en esa aula abierta, esa escuela diaria de pedagogía abierta y permanente que ha resultado  El Nacional a lo largo y ancho de estas primeras ocho décadas de feliz y últimamente no tan feliz existencia. Cuando viví en el Delta, durante casi toda la década de los noventa coleccioné casi sin falta los suplementos del Papel Literario, podía ufanarme de ser en  el Delta si no el más, uno de los más cultos historiadores e intelectuales que atesoraban la más completa hemeroteca de índole literaria que se podía consultar en el estado Delta Amacuro.

Hoy día, El Nacional es literalmente mi casa; no es necesario decir que mi casa fuerte que resiste y vence los enconos y las hostilidades a que se ha visto sometida por fuerzas oscurantistas del mal. Pero como dijo el rector magnífico salmantino: «venceréis pero no convenceréis». Hoy «celebro» los 80 años de mi orgullosa casa editora y alzo mi copa y escancio un sorbo amargo pero orgulloso de formar parte del staff de columnistas semanales del diario fundado por Henrique Otero Vizcarrondo y Miguel Otero Silva.

¡Larga vida a El Nacional!


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!