El último de los grandes clásicos cumple sesenta años. Y no es posible verla como debería ser vista, es decir, en una sala de cine con las dimensiones y la liturgia que se le debe. Condenada a la pantalla chica y el streaming, la película inevitablemente pierde peso, pero conserva ese toque de magia reservado a la época de oro del cine. Comencemos por su tema. T. E. Lawrence fue un coronel del ejército británico, escritor, arqueólogo aficionado y un enamorado de Arabia y el desierto. Entre 1916 y 1918 fue un factor decisivo en la rebelión de los beduinos contra el Imperio Otomano y la consiguiente campaña en el Sinaí, que daría forma al mundo árabe actual. En 1922, Lawrence escribió una autobiografía apasionante, bajo el título –algo pomposo, admitámoslo- de Los siete pilares de la sabiduría. En 1935, a los 46 años, se mató en un estúpido accidente de moto (otra de sus pasiones). Un personaje de película.

Sam Spiegel fue un productor talentoso de origen polaco, con aventuras creativas en Europa y Hollywood y la fuerza motora tras la superproducción que el tema requería. El libreto fue de un consagrado, Robert Bolt y en la dirección revistaba David Lean el más clásico de los directores ingleses, una cinematografía reconocida por el respeto de las formas y la exigencia permanente de la calidad. El reparto no se quedaba atrás: Anthony Quinn, Alec Guinness, Claude Rains, Jack Hawkins, José Ferrer. Y en los roles principales dos recién llegados. Un joven actor egipcio en ascenso llamado Omar Sharif, y una promesa joven. Peter O’Toole como Lawrence. Hay otro protagonista, esencial que la fotografía de Freddie Young, (otro consagrado activo desde los años treinta), pondría de relieve: el desierto.

La película tiene al menos tres núcleos cuya importancia va jalonando las aventuras de Lawrence. El primero es la personalidad del protagonista, casi caricatural en su entrada en escena (se pone firme y hace la venia con las piernas abiertas frente a sus superiores) para ser envuelto por la magia de la geografía y evolucionar como estratega político y militar de las tribus del desierto. El libreto define muy bien la trama de intrigas entre los beduinos y la habilidad con la cual Lawrence va hilando las rivalidades para lanzarlos contra el opresor otomano. Pero esta trama geopolítica engarza a la perfección con las complejidades del personaje. Lawrence es un intelectual pero también un aventurero y un sujeto con un ego de considerables proporciones y de un narcisismo extremo. Vista hoy, llama la atención una arista que en su momento no fue suficientemente considerada: la sexualidad de Lawrence. Inicialmente un masoquista que disfruta quemándose los dedos al descabezar fósforos de madera encendidos, su encandilamiento por el desierto lo lleva a disfrutar de su sombra vestido de beduino, hasta una muy equívoca escena cuando cae en manos de los turcos. Otra peculiaridad de la película. Es previsiblemente un drama masculino en el cual no hay ninguna mujer.

Y por supuesto están las escenas de acción porque Lawrence de Arabia es ante todo un magnífico filme de aventuras. Desde la voladura de trenes hasta la toma de Aqaba, con el célebre “No prisoners”, la trama está gobernada por esas escenas que Lean (un hombre que llegó a la dirección desde el montaje) dirige magistralmente. Retrospectivamente vista, la película es el canto del cisne del cine más clásico de la muy clásica tradición inglesa. Lean seguiría activo en tres películas: Doctor Zhivago en 1965, La hija de Ryan en 1970 y Un pasaje a la India en 1984. Buenos y sólidos filmes, sin duda, pero faltaba esa simbiosis perfecta de tema, personaje y forma que Lawrence de Arabia ofrecía. Una tristeza final. Lean nunca logró montar un proyecto que lo obsesionó en sus últimas décadas y cuyo financiamiento nunca consiguió. El Nostromo de Joseph Conrad.

Vale la pena ver una vez más Lawrence de Arabia. Acaso para intentar adivinar cuál es el toque de genio que hace de un clásico un clásico. En todo caso es un ejemplo, probablemente el mejor de una forma de hacer cine que se disolvería en la década que empezaba.


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