Cualquier excusa es buena para revisitar la obra de este mago del cine. Había nacido en 1920 en Rimini y emigrado a Roma en 1939, ciudad con la que mantendría un largo diálogo amoroso y a la cual dedicaría un filme, desmelenado, caótico, nostálgico y pasional 32 años después. Es difícil trazar su biografía porque Federico Fellini fue toda su vida un fabulador de encanto cuya relación con la realidad fue siempre disfuncional. Lo cierto es que en Roma fue dibujante, periodista y, una vez caído en la prodigiosa Cinecitta, asistente de Roberto Rossellini y libretista de varios directores antes de pasar a la dirección con Luces de variedad con su compinche Alberto Lattuada en 1949. Para entonces la “nueva realidad” impuesta por la caída del fascismo y el final de la guerra había hecho del cine su instrumento privilegiado de análisis. Curiosa forma de ingresar al cine, el de quien haría de la fantasía su firma. Viendo los filmes de los cincuenta, fascina ver la forma en la cual el director se va despegando de esa realidad a la cual se aferraban los grandes nombres de la época. El sheik blanco, libretada con Michelangelo Antonioni, es el encuentro de una esposa y su familia conservadora, con el héroe de las fotonovelas con las cuales sueña en una de las comedias más desopilantes de la historia. Los inútiles es la crónica de la vida vacía de unos muchachos de pueblo, sin mayores perspectivas de progreso, salvo el que huye al final. Pero el mazazo vendría con La Strada en 1954. Historia de un torpe e insensible comediante de feria y su relación con una asistente ingenua y crédula que recoge en el camino y explota, la película era un prodigio narrativo al describir la imposible comunicación entre almas divergentes que, sin embargo, tardía y trágicamente lograban comprenderse. Fellini lograba comunicar con imágenes, sentimientos que no eran transmisibles y ese sería de ahí en adelante su sello de fábrica. Il bidone narra la vida de un grupo de estafadores de poca monta, y su difícil y escabroso camino hacia la redención. Las noches de Cabiria volvía a la carga con la historia de una prostituta buena, y esa propensión de Fellini a hacer estallar lo “naif” de personajes indefensos con la maldad del mundo que los rodeaba lograba otro triunfo. Cabría anotar que, en la manga, Fellini tenía una carta imbatible: la frágil, maravillosa, extraordinaria Giulietta Massina, su esposa.

En 1960 Fellini la emprendía contra la sociedad italiana de su época, el vacío vital y el absurdo de la vida burguesa en un filme que comenzaba con un Cristo paseado en helicóptero sobre Roma y terminaba en la mirada gélida de un pescado en la playa. La dolce vita fue un triunfo descomunal que coronó tres años después con Ocho y medio, un filme en el cual confesaba que no tenía más nada que decir. Pero lo decía de una forma tan ocurrente, deliciosa y cinematográfica que nadie le creía. Ironicamente era cierto. A partir de esa película su carrera adquiriría otros rumbos, hundiéndose en los delirios de una mujer adinerada (Giulietta degli spiriti), adaptando a Petronio (Satiricon), haciendo un documental glorioso sobre los payasos para la RAI (I clowns) o delirando su amor por Roma.

Mejor suerte tendría con un filme que recuperaba la ironía, la nostalgia, la imaginación del mejor Fellini. Se llamaba Amarcord y en él el mago recordaba su infancia, los personajes que la poblaban, la amenaza ridícula, bufonesca pero no menos siniestra del fascismo, su encuentro con el cine y hebras de recuerdos y delirios que hacen todavía hoy del filme un disfrute de cabo a rabo. Fellini era ya un consagrado y su carrera posterior es siempre digna de interés pero irregular. Un Casanova con Donald Sutherland, un viaje a la ciudad imaginaria de mujeres, historias en un barco también imaginario (Y la nave va), un retorno no menos fantasioso a Cinecitta (La entrevista), una historia nostálgica de dos bailarines en decadencia (Ginger y Fred), una tímida advertencia política (Prueba de orquesta) o la búsqueda poética y misteriosa de la luna (La voz de la luna).

Cabe preguntarse qué hace de un clásico un clásico. Acaso la permanencia. Ninguna de las películas de Fellini envejece, tal vez porque todas se sitúan más allá de esa realidad que sus maestros neorrealistas perseguían obsesivamente. Fellini danzaba. ”Egli danza”, como le hacía decir Pasolini a Orson Welles en uno de sus filmes. Su cine estaba a la vez engarzado en lo real, pero solo para usarlo como trampolín a ese mundo de sueños que sigue encantándonos. Cualquier excusa es buena para reverlo, y reverlo, y reverlo.


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