Nuestras vidas son los ríos

que van a dar a la mar

que es el morir

Jorge Manrique

Me atrevo a pergeñar estas líneas tardíamente y sin ánimo de exégeta. No me gustan los panegíricos y soy muy malo redactando obituarios, pero me siento obligado a andar por caminos diversos a los habitualmente trillados con mis descargas dominicales, porque su publicación las debo en gran medida a Argenis Martínez, a quien conocí en 1968 en la redacción de Vea y Lea, revista dirigida por Pedro Miranda, periodista chileno con espuelas trotskistas, cuya ambigua apuesta editorial nos permitió a un grupo de muchachos aspirantes a comunicadores garabatear notas, reseñas y crónicas, sin importar no tanto el fondo como la forma.

En aquel entonces, la petulancia juvenil con un barniz de incipiente  «nuevo periodismo» nos compelía a ver a los viejos fablistanes por encima del hombro; empero, ya Ramón Hernández echó el cuento. Lo repetí para datar con precisión el inicio de una amistad de más de medio siglo. Como es natural, muchos fueron los encuentros y desencuentros entre nosotros; sin embargo, gracias a  él, me convertí en columnista fijo y editorialista eventual de El Nacional.  4.500 caracteres  fue el límite establecido para  los artículos  —máximo 4.000 para los editoriales—. Por circunstancias aleatorias, aun cuando en la versión digital el límite (teóricamente) es la imaginación,  consideraba en estos días retomar, para beneplácito del lector, tal  extensión, y  en esas andaba mi cabeza la mañana del pasado martes 14 de junio, cuando repicó mi celular.

Al ver el nombre de Mariana Otero en la pantalla, presentí —por lo inusual de la hora— la mala nueva. Argenis había muerto en París víctima de una cruel enfermedad. En ese momento, la premonición me impidió responder de inmediato la llamada. Mientras procuraba comunicarme con Mariana, recibí un escueto mensaje de Patricia Molina, preguntándome si ya me había enterado de la infausta noticia. Aunque ésta era la confirmación de un trágico desenlace anunciado, me dije: «Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!».  Retrocedió mi memoria hasta 2019 y me vi, en sombría y simétrica retrospectiva, acompañado de Argenis,  Óscar Hernández y  Gustavo Méndez, visitando a Pablo Antillano un par de meses antes de su deceso.

Argenis falleció en primavera, en el umbral del verano y un martes; quizás, por ello, habrá quienes estimen inadecuado evocar en su memoria versos de César Vallejo —Me moriré en París con aguacero/un día del cual tengo ya el recuerdo—: el poeta peruano quería morir un jueves de otoño; y, a pesar de ello, se me antoja apropiada esa lírica, no para lamentar la partida del amigo, sino para celebrar una vida signada por la vocación de indagar y saber la verdad, sin la cual el ejercicio de la comunicación social no tiene sentido alguno; y, además, por la sensibilidad de un solvente profesional capaz de oficiar de inspirado poeta y, al mismo tiempo, «trabajar arduamente por un periodismo libre de censura», cual reza un reclamo del diario fundado por Miguel Otero Silva, figura que iluminó el tránsito de Argenis por los corredores de Puerto Escondido y Los Cortijos.

A pesar de haberme mudado a Margarita, nos manteníamos en contacto y hablábamos asiduamente por teléfono. Cuando viajaba a Caracas, me alojaba en su casa y por las noches solíamos conversar, tomarnos unos tragos y, si el hambre atacaba, cenábamos indefectiblemente una pasta al filetto di pomodoro o al pesto genovés. Bromeábamos con Mariana sobre el recurrente menú del Chef Martínez, mientras como quien no quiere la cosa me proponía un tema a abordar en futuras divagaciones o me solicitaba un editorial. Con gusto acometía el encargo, pues sabía muy bien del asedio a un periódico al cual estuvo íntimamente vinculado más de la mitad de su vida. Esa vida-río cuyos meandros no me es dado navegar en tan exiguo espacio, acaba de desembocar en la mar del morir. Y las  muertes de los amigos nos sacuden, no  porque anticipen la nuestra,  sino por tratarse de (nuevamente Vallejo) «Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido/se empozara en el alma… ¡Yo no sé!  Yo tampoco sé cómo poner punto final a este humilde homenaje a quien hablaba de caracteres en referencia al material periodístico, porque las palabras las atesoraba celosamente para la poesía.


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