María Corina Machado
Foto: EFE/ Miguel Gutiérrez

Han pasado 25 años, y Venezuela no ha podido salir de los discursos de odio que pretenden avivar el combustible del resentimiento y la polarización social.

En febrero de 1998, tras conocer su triunfo en las elecciones presidenciales, Hugo Chávez lanzó palabras de reconciliación a una opinión pública estremecida por sus encendidas palabras contra empresarios, partidos políticos y sectores sociales que sostenían la denominada IV República: “En mi corazón no hay sentimientos de venganza ni una pizca de odio”.

Todos pensaban que las aguas se calmarían con este cierre de la polémica contienda electoral. Pero no fue así. El líder asumió el poder en febrero de 1999, y desde entonces nunca abandonó la descalificación del oponente basada en razones de clase social, ideología política, entre otras.

Hace algunos días, desde la Asamblea Nacional estallaron gritos contra una candidata presidencial portadora de un «maldito apellido», quien fue acusada de pertenecer a lo más alto de la pirámide. Las reacciones de los observadores llegaron a una conclusión: el resentimiento social no ha cesado.

No debe extrañarnos. En el germen de la Revolución Bolivariana siempre estuvo presente el rencor. El libro de Alberto Barrera Tyska y Cristina Marcano (Chávez sin uniforme, 2004) trae breves anotaciones al respecto. Nos muestra, por ejemplo, un testimonio del comandante Joel Acosta Chirinos, compañero de causa de Chávez, quien confiesa que el Líder Supremo despreciaba a la gente que poseía fortuna y poder, sentimiento que manifestó, agregamos, en muchas de sus encendidas alocuciones públicas.

Pero hay más. En 1995, el propio Chávez reveló a Agustín Blanco Muñoz, en el libro Habla El Comandante, que venía de un hogar humilde, era parte de “…los chiquiticos del juego, los condenados de la historia… los negritos, los pelo malo, los sudacas…”. Para Chávez, la revolución iba a acabar con este tipo de exclusión social, que en el fondo era un problema político.

Hay que recordar, también, que algunas voces de la militancia opositora lanzaron todo tipo de epítetos y palabrotas contra el presidente Chávez, los miembros de su gobierno y sus seguidores: lumpen, terroristas, ignorantes, malandros, monos, macacos, chimpancés, entre otras expresiones, tal como reseña Luis Britto García, en Dictadura mediática (2004). Es la otra cara de la moneda, la vemos todavía en los contenidos publicados en las redes sociales por cibernautas radicales que también están llenos de rencor.

Pasó el tiempo, y la historia nos muestra ahora transformaciones sorprendentes denunciadas por desertores de la revolución y el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), quienes advierten que importantes personeros del oficialismo lograron hacerse de un puñado de dólares y adquirir grandes propiedades donde se mueven los desdeñados apellidos de alcurnia, con quienes comparten el vecindario.

Entre estos nuevos propietarios subyace una contradicción: para las graderías se muestran críticos de los grupos asentados en lo alto de la sociedad, pero en su espacio íntimo prefieren una vida de élites, la cual cultivan con esmero, fuera de las cámaras, resguardados por los centinelas que custodian el palacio.

Estos mismos personeros tienen años hablando del sagrado ejemplo de Ezequiel Zamora, en la sangrienta Guerra Federal (1859-1863), cuyas tropas pedían acabar con las familias poseedoras de haciendas y fortuna. De esos tiempos, por cierto, tomaron y reciclaron las inefables consignas “Oligarcas temblad”, “Horror a la oligarquía”, las cuales alimentan sus discursos.

En las elecciones primarias de la oposición, celebradas en octubre de 2023, una joven figura política proveniente de los altos estratos, logró una alta aceptación en las urnas (90%) y se convirtió en la principal fuerza con aspiraciones presidenciales serias: María Corina Machado. Su ventaja supera ampliamente a cualquier contendiente de cualquier organización política. No obstante, para la revolución esto constituye algo inaudito e inaceptable, porque sus líderes han insinuado que jamás entregarán el poder a un apellido de alcurnia.

El ascenso de Machado puso en evidencia las debilidades del poder: primero, porque una “oligarca” tiene más popularidad que los propios personeros del poder “socialista”; segundo, porque la procedencia social de una figura política ya no es relevante para las mayorías, lo importante es que esa figura ofrezca soluciones concretas a un país en bancarrota, donde abunda la miseria.

Machado es un dolor de cabeza para el chavismo. Más allá de que su participación en la contienda electoral, posee un sólido capital político a futuro. Por ahora, lo más significativo de su rol es que puso en evidencia el fracaso de una narrativa de resentimiento y polarización social que ya no despierta simpatías, aunque sigue siendo la preferida de los nuevos amos.

@humbertojaimesq


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