A Julio Portillo

La llegada de 2021 representa a nivel planetario la esperanza de dejar atrás la pandemia que ha caído sobre la humanidad entera, pero  me viene a la mente también por un significado nacional que ha quedado en el  olvido. Es el año que el extinto presidente Hugo Chávez, por allá por el 2006, había puesto como límite de su gobierno, al afirmar que no se retiraría del gobierno hasta el año 2021, después de la conmemoración del bicentenario de la batalla de Carabobo. Afirmación que hizo cuando su mandato finalizaba en 2013 y todavía no había logrado incluir en la Constitución la  reelección indefinida.

A pesar de todas las demostraciones que había dado Chávez de su intención de perpetuarse en el poder, en aquel momento esa pretensión parecía un delirio y producía más risa que temor. La muerte se lo llevó aún antes de finalizar su legítimo mandato, pero aseguró la continuidad de su  proyecto al designar a  Nicolás Maduro como su sucesor.

Su muerte coincidió con el final de los elevados precios del petróleo y el derroche en proyectos como las  misiones destinadas a alimentar la clientela y a sostener la pobreza, así como su reparto internacional para comprar voluntades  tocó su fin. Y comenzaron a sentirse las heridas y gangrenas de la incapacidad y rapacidad sin límite de los funcionarios fieles a su revolución  de sus arranques  expropiadores y de sus caprichos  para complacer sus delirios de grandeza continental:

En aquel momento cuando gozaba de popularidad y apoyo nacional e internacional, a pesar de  trampas y triquiñuelas en el país con un récord de  elecciones ganadas, se guardaban ciertas formas democráticas y parecía que todavía había un cierto respeto y temor en especial a las pautas democráticas internacionales que se creía, o al menos yo creía, eran una garantía que no se atrevería a violentar.

Con la debacle económica se vino abajo el apoyo popular y la tragedia  venezolana se visibilizó  a través de los miles de venezolanos que poco a poco se convirtieron en millones recorriendo el continente por caminos, trochas y balsas. La oposición democrática obtuvo reconocimiento a la par del desconocimiento al  gobierno de Maduro, a quien no le tembló el pulso entonces para saltarse todos los canales democráticos, comenzando por la Asamblea Nacional elegida democráticamente  en  enero de 2015.. Lo demás es cuestión de todos los días que siguieron apaleando todo derecho y civilidad: Con la elección de una nueva Asamblea  que tomó posesión el día de ayer se cerró el círculo del control de todos los poderes, blindados con  el apoyo  de una cúpula militar corrupta.

Esto no es sino un breve y superficial recuento. Detrás de cada una de estas palabras hay torturas y persecuciones documentadas por los más calificados organismos internacionales, hambre, epidemias, no hay educación ni salud pública, tampoco luz, agua, transporte ni gas. Hay un territorio cedido al crimen organizado que les permite mantenerse en el poder.

En estos 22 años  siempre ha habido una oposición al régimen, más desordenada en los inicios, más organizada con el tiempo. Se ha pasado por huelgas, paros, negociaciones, elecciones, abstenciones, manifestaciones, pero el gobierno sigue apoyado en la fuerza,  sordo y ciego  ante el clamor nacional e internacional de una apertura que permita salir de la tragedia humanitaria y retomar el camino democrático; desconocer ciegamente  la lucha de la oposición democrática, no siempre certera y firme, es tan injusto como desconocer la dificultad para salir de un gobierno de esta naturaleza.

Ya estamos en 2021, con muchas interrogantes sobre el apoyo internacional, el aprovechamiento que hará el madurismo de su control sobre todos los poderes y las estrategias opositoras, pero con una sola certeza, desunidos será mucho más difícil lograr la democracia y mantenerla.


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