Me estoy refiriendo a la legendaria novela de Eric Arthur Blair, mejor conocido como George Orwell. No me distraeré haciendo la síntesis argumental de la obra, para lo cual sugiero leerla, de modo que me concentraré en el análisis de la misma, superficial, claro está, conforme a lo que permite la brevedad de este texto.

Habría que comenzar diciendo que la novela está fuertemente influida por tres episodios de la vida de Orwell: 1) su actuación como oficial de la Policía Imperial India en Birmania, 2) su experiencia en la mendicidad y desempeñando oficios mal remunerados en los suburbios de Londres y París y 3) su intervención en la Guerra Civil española, donde casi muere, ejerciendo de miliciano en el bando republicano. Estos acontecimientos hicieron que Orwell pasara de una postura antiimperialista y antifascista a otra antitotalitarista, en la que defendía el socialismo democrático y condenaba por igual el fascismo y el comunismo.

Winston Smith, el protagonista de 1984, es un personaje, por demás, interesante. Su viaje de experiencia a lo largo de la novela lo lleva desde la abulia de ser un funcionario del Ministerio de la Verdad —cooperante del sistema— hasta la rebelión que le costará la vida, una conjura más bien íntima, personal. Podría verse en ello una crítica de Orwell a ciertas sublevaciones privadas, quizá inútiles, razón por la cual el mismo Winston dirá que «si hay alguna esperanza, radica en los proles», en la insurrección de masas. Winston, en cuanto héroe, protagonizará una épica velada que terminará en aparente fracaso.

El inicio de su periplo como héroe tiene un origen muy claro: el recuerdo de la madre, la evocación ancestral. Orwell nos deja, casi de pasada y en unas desteñidas pinceladas, un rasgo fundamental de la resistencia a todo sistema totalitario: la memoria, en particular, la de eso que Azorín gustaba de llamar la petite histoire, la crónica local. Por ello, el Ministerio de la Verdad gastará esfuerzos ingentes en destruir y tergiversar la historia, y Winston es un agente acucioso de dicho proyecto.

Cuando Winston empieza a sospechar que el Gran Hermano y su sistema son una farsa, inicia su expedición a la verdad. Quizá su acto de rebeldía más notable sea el amor, enamorarse de Julia, una chica que ha hecho los mismos hallazgos que él. Ambos, incautamente, ingresan a la Hermandad del misterioso Goldstein, un grupo en apariencia de la resistencia, pero que termina siendo otro brazo de la Policía del Pensamiento.

Julia y Winston llegarán a comprender los mecanismos sórdidos del totalitarismo: el Gran Hermano, omnipresente y omnipotente; la neolengua: nada existe si no es nombrado por el jefe absoluto; el doblepensar, que recientemente se ha denominado posverdad; el Partido: extensión corpórea del líder supremo; la telepantalla o los ojos y oídos del caudillo, símbolo de su ubicuidad; la Policía del Pensamiento, cuyo fin es un medio: el Estado policial; el crimenpensar: criminalización del criterio; el amor al Gran Hermano: correlato del pensamiento único; los ministerios, que trazaban el dibujo de una sociedad totalitaria y totalizada; y el esbozo (por medio de la práctica de los dos minutos de odio a Goldstein) de una disidencia acomodaticia a los intereses del dictador.

Todo este conocimiento no salvará a Julia y a Winston. Saber tanto del Ingsoc, la ideología reinante en el Estado colectivista de Oceanía, no servirá para que se protejan del peso de dicho Estado. Al final de la obra, presos y torturados, tienen un breve encuentro en el cual la distancia y el desafecto nos confirman que el Gran Hermano ha triunfado, se ha interpuesto entre ambos. Orwell pareciera decirnos que, sin importar cuánto sepamos del totalitarismo, siempre seremos susceptibles de rompernos las narices contra sus muros.

Los momentos finales de Winston son dramáticos, absurdos, inútiles y de una esterilidad que no dejan impasible al lector. Siempre supo cómo moriría. Las palabras con que Orwell cierra la novela son desoladoras: «Amaba al Gran Hermano». Una épica del absurdo, ¿pero acaso hay otra épica posible en un Estado totalitario? Para el autor, la esperanza no está en la épica de un solitario, sino en la epopeya de la masa, de los proles.

Hay, sin embargo, unos matices que deja desperdigados la genialidad de Orwell cerrando su magistral obra. Winston comprendía que «no se había producido [en él] la cicatrización final e indispensable, el cambio salvador», que aún lograba recelar de la verdad del Partido. ¡Sabía que podía dudar!, expresión altísima del logos, y su último recuerdo antes de morir es una habitación luminosa donde él y su madre juegan y ríen, en tanto su hermanita ríe de verlos. Orwell nos entrega una escena concluyente de la novela repleta de signos y símbolos, me atrevería a decir que casi una alegoría del hombre que triunfa en su fracaso.

jeronimo-alayon.com.ve

 


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