No se ha concretado en la Venezuela reciente una liberación como la ocurrida en el año 1958, ese que merece toda nuestra admiración, nuestra exaltación continua, perpetua.

Conste que no me refiero a los años del evidente, más que nunca ahora evidente, desempeño democrático posterior; sino a la fecha estupenda del 23 de enero. ¿Fue un gran año? Desde luego. Políticamente fue un inmenso año, basta revisar documentos y acciones para percibirlo. Un año de renacimiento social y político, vital.

Pensemos en los acuerdos previos. La «acción coincidente» planteada por el entonces valeroso partido Acción Democrática, el de Rómulo Betancourt, a través de Alberto Carnevali en 1952, fue sin duda fundamental. Cuando AD no era este esperpento, esta mala resaca descolorida y tasajeada, vendida y entregada. Algunos partidos, articulados por «la tolda blanca», acordaron que a pesar de sus diferencias había un propósito superior: acabar para siempre con la tiranía. Después vino el pacto que, como todos sabemos, recoge el articulado, el enunciado para el manejo del Estado desde ese propio 1958, en octubre, el Pacto de Puntofijo. Pero primero, casi 6 años antes se gestó y se decidió que el fin último era liquidar al régimen dictatorial de Pérez Jiménez. Brillantes, audaces, valientes venezolanos que se plantearon y ejecutaron, a todo riesgo, el plan de desplazar para siempre el oprobio militar de aquel momento, con figuras también militares, como es lógico, sumados en sus filas.

1958 resulta aleccionador. Enseña el fin de un proceso arduo para la reconquista del país para la libertad y la democracia. Atrás hubo, como en el combate contra toda tiranía, los presos, los torturados, los perseguidos, los muertos. En esa dinámica se fueron agregando diversos factores sociales: universitarios, la iglesia, amas de casa, profesionales, militares, trabajadores, obreros; cohesionados todos bajo la égida política. El respaldo internacional fue también significativo, especialmente el de  Estados Unidos, sin cuyo cuidado hubiera sido imposible el sostenimiento posterior de la vida democrática, debido a los desmesurados ataques de quienes en América Latina alentaban el regreso del rechoncho hombre fuerte de uniforme, a través de la «Internacional de las espadas», o también los de la deriva comunista que ahora desgraciadamente nos tiene como la presa que no quiere más soltar, como se propuso Fidel Castro, con el evidente apoyo de la Unión Soviética.

Sin un sendero que entonces unificó fuerzas disímiles: fundamentalmente AD, la Unión Republicana Democrática de Jóvito Villalba y otros ciudadanos lúcidos, así como Copei a pesar de que se oponía hasta 1957 abiertamente al uso de la violencia para la conquista del poder y, claro, el Partido Comunista, con el que Rómulo advirtió que jamás haría gobierno si alcanzaban la libertad, no se hubiera llegado a desplazar a quienes ilegítima e ilegalmente se mantenían en el poder despótico en la Miraflores aquella donde el pescuezo insistió en no retoñar de miedo.

Ese año significó un florecimiento de la cultura, de la esperanza de vida en libertad, de la recuperación de los grandes valores sociales, políticos y humanos, como está demostrado. El rumbo al final del proceso democrático se torció de tal modo que, a pesar de las lúcidas advertencias de personalidades y grupos, nos trajo a este nivel de contención de las libertades, de los derechos humanos, de saña putrefacta, de emigración por una vida, la que sea, en cualquier otra tierra que no sea la tomada por los tiranos. 1958 merece una atención singular, permanente, por parte de toda la sociedad venezolana actual y también del mundo. Nos enseñó cómo se corre por siempre a un despiadado tiranuelo junto a sus desvergonzados secuaces.


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