En un ambiente desolador como el que se nos presenta en la actualidad, el manejo del odio como instrumento movilizador políticamente hablando ha ganado espacios en una dimensión alarmante, desmedida.

Ante la ostensible pérdida de prestigio de los arraigos y predilecciones políticas, así como la habilidad propia del discurso caracterizado por el «argumento verdugo» para conformar identificaciones y otredades, el discurso del odio se ha priorizado con el propósito de usarlo como un arma muy poderosa para patrocinar la destrucción de aquello que es odiado. Y contra ese ente odiado se dirige el discurso violento, amenazador que pretende, entre otros objetivos, polarizar a la sociedad y encauzarla en una suerte de revancha que produzca el «beneficio» solo al que favorece la ira, la violencia, la revancha.

Encarar este uso y abuso del discurso en la esfera pública reviste muchos problemas y peligros; entre ellos, se puede intentar restringir la libertad de expresión y por allí no va mi reflexión.

¿Es ese discurso solo una incitación a organizar una efectiva y apremiante arremetida física en contra de los integrantes de un círculo social, o, acaso, podemos catalogarlo como un tipo de agresión real, no solo como amenaza, sino que pretende la aniquilación, el menosprecio precisamente de esos grupos a los que he aludido?

Entre ambas interpretaciones, analizadas en muchos artículos de quienes examinan el grave problema del discurso violento, hay una zona de convergencia centrada en la protección de la persona en tanto persona; es decir, en blindar su dignidad. Ya sobre este aspecto he escrito en otros artículos, pero no me importa repetir la idea: la dignidad se refiere a la «cualidad propia de la condición humana de la que emanan los derechos fundamentales, junto al libre desarrollo de la personalidad, que precisamente por ese fundamento son inviolables e inalienables».

Debe tenerse claro que el discurso orientado a sembrar el odio no solo va encaminado a un solitario individuo; no; tiene una clara trayectoria, va dirigido a un grupo, gremio, asociación por el cual se experimenta ese odio y, además, se le juzga como «inferior en dignidad». ¡Cómo si fuese posible rebanar en trozos la dignidad humana!

Al usar el odio como elemento discursivo se demuele la igualdad que debería persistir entre cada individuo y el grupo social al que pertenezca. Sabemos que cada persona es única y de la igualdad de la que hablamos está referida a su constitución como ser humano. Con esa demolición, ya no hay posibilidad de entablar un diálogo, una deliberación, ni tan siquiera una discusión. Se ha violentado absolutamente la condición sine que non que rige un debate en la esfera pública, la simetría; es decir, esgrimir razones que el interlocutor esté en capacidad de aceptar de forma sensata.

Al señalar que ese discurso, aunque sea de odio, debería poder catalogarse como un tipo de deliberación en la esfera pública, en la arena política; es una cuestión de interés colectivo y, por consiguiente, pretende conseguir adoptar y justificar una propuesta de resolución al asunto del que se trate; intenta (¿obliga?) a que se confronten y ponderen las alternativas disponibles en ese sentido, y eso le da la entrada a la categoría señalada. Pero, la deliberación no conforma tan solo el aspecto de persuasión exaltada, como tampoco se considera una cierta habilidad argumentativa de carácter maleable conducente a amparar la resistencia de los copartícipes en los entornos comunicativos. Porque, gústele a quien le guste, argumentar posee otros rasgos indispensables; entre ellos, los deliberantes actúan bajo un ethos compartido, que no es otro que la existencia de un principio de justicia orientado a la consecución del «bien común». ¿Y el odio busca ese «bien común»?

Si vivimos en un ámbito democrático, la Política, sí, con mayúscula, demanda, exige la existencia de tolerancia recíproca; en breves palabras, que los opositores se vean a sí mismos como contendientes acreditados. Y, por consiguiente, se reconozcan como prójimos.

Ahora bien, nuestra actual realidad política ha establecido una práctica política opuesta. Ha conseguido quebrar la idea de ciudadanía y, por tanto, también se escinde la «nación política».

Ciudadanos, pueblo, versus grupos dominantes y responsables de las carencias fracturan la pareja formada por dos principios estrechamente vinculados entre sí, que son pueblo y gobierno; es decir, quiebras el equilibrio sobre el que se levanta la democracia. Ni pueblo, ni gobierno. Nos perdimos en la selva.

Les achacan a ciertos grupos la responsabilidad sobre la insatisfacción de las necesidades y vuelven las demandas en gritos de odio y exclusión. Ahora el enemigo está afuera. Nos cercó, nos sancionó.

De esta manera, ya no importa qué significa pueblo, ciudadano, élite u oposición. Se volvieron significados vacíos, y se les impone la noción que a cada uno le convenga.

El logos deviene en odio; la palabra pierde su valor y ya no expresa racionalidad; es tan solo un sonido gutural que le ha quitado humanidad precisamente a quien la ha rebajado de su categoría. No puedo olvidar a Aristóteles, para quien «el hombre es el único animal que tiene palabra».

Frente a la diosa Harmonía se ha situado Eris, la diosa griega de la discordia. Repito, el Logos, el principio del orden del universo, la razón ha devenido en odio. Volvimos a estadios tribales donde la palabra se confunde con la vibración de las cuerdas vocales y que tan solo puede significar, en determinados momentos, placer o dolor.

Tenemos una oportunidad de recobrar el valor de la palabra. Con ella y la Primaria es posible rescatar la nación política.

@yorisvillasana


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