No se había producido, como en este momento, que el régimen fuese afectado, en una misma etapa, por tantos miedos de forma simultánea. Ahora mismo, en el alto gobierno, nadie se escapa. Están todos aterrorizados. Atravesados por los miedos más diversos. Si alguien se pregunta cuál es el estado de ánimo del poder en Venezuela, la respuesta es inequívoca: canguelo generalizado y en aumento.

Le temen a lo que está sucediendo en las calles del país, ahora mismo tomadas por la lucha de los ciudadanos. Le temen al cambio demográfico que se ha producido entre quienes protestan: marchas y concentraciones se han llenado de jóvenes, que han salido a reclamar su derecho a un mejor futuro. Temen a la rabia de las personas, que han decidido revolverse en contra de la escasez y la inflación galopante. Temen a la extendida volatilidad del ambiente en Venezuela: cualquier incidente puede ser la chispa que desate el derrumbe. Temen a lo que vendrá, después que se produzca el cambio. Temen, como lo escribí la semana pasada, a que no se les incluya en la lista de los que podrán huir a Cuba, cuando los aviones despeguen desde La Carlota. Temen, los civiles, que lo generales privilegien a los suyos, una vez que Raúl Castro ha dicho que el número de funcionarios que serán acogidos será muy limitado. Temen a los montos en moneda dura y efectivo que tendrán que pagar para lograr un cupo en los aviones.

Basta verles los rostros con atención: los de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, los de Maikel Moreno y Tibisay Lucena, los de Padrino López y Tarek el Aissami, los de Reverol y Jorge Rodríguez, son los rostros del miedo. Todos los capos del régimen están asustados. Oigan a Tarek William Saab, a Aristóbulo Istúriz y a Elías Jaua: les tiembla la voz cuando hablan. Ante las cámaras de televisión, titubean. Se quedan colgados. Les preguntan una cosa y no atinan a dar una respuesta convincente.

Pero el miedo más intenso y recurrente es, paradójicamente, el menos visible: se temen a ellos mismos. Ninguna emoción es más potente que el recelo y las sospechas que sienten entre unos y otros. Las mutuas prevenciones entre Maduro y Cabello se han multiplicado en el seno del alto gobierno, de forma exponencial. Todos recelan de todos. Se descalifican. Se señalan los unos a los otros de tener la mayor alícuota de responsabilidad en el descalabro. El alto gobierno es como una pequeña pecera infernal, donde todos sospechan de todos, y donde todos respiran y tragan la misma hipocresía. Las expresiones de solidaridad no son sino simulación. Los intercambios son de odio. Ocurre lo mismo que en las bandas de delincuentes: apenas alguien se distancia, la maledicencia toma el control.

Este estado de creciente desconfianza deriva en dos prácticas: se vigilan y espían entre ellos. No hay alto funcionario del gobierno que no haya sido grabado. Lo asombroso de esas grabaciones es lo que unos dicen de otros. Predominan dos temas: corrupción y traición. Mientras mayor es la proximidad al entorno presidencial, las acusaciones son más graves. Los montos más estrambóticos. Las prácticas, más descaradas. Entre civiles y militares se estaría librando una lucha encarnizada por los últimos contratos. Los civiles rojos acusan a los uniformados rojos de no querer compartir nada.

El otro factor, a la vez fuente de miedo y de señalamiento, es la traición. La traición puede adquirir varias formas: que Maduro tire la toalla, que Padrino López se alce con todo, que Diosdado incite al caos a través de los colectivos, que haya diputados del PSUV que dejen de serlo y se vuelvan independientes, que haya magistrados que se rajen a última hora. La versión del saludo militar que, a modo de chiste, hacen los oficiales de Casa Militar, es significativa: “Chávez vive, la traición sigue”.

En las últimas semanas los miedos se han intensificado. La idea inicial de que con Trump la presión podría aliviarse, ha cambiado: ahora el terror se consolida. El miedo lo ocupa todo. El recelo ha invadido el trato que se dispensan entre los altos jerarcas. Hay funcionarios aterrorizados por el peligro que representa ser parte de un narcogobierno, que han enviado mensajes a instancias internacionales con el objetivo de dejar en claro que no todos los ministros están involucrados. Son decenas los funcionarios que ahora mismo quisieran saltar de la pecera, agobiados por el ambiente interno y por el estado del país. Mientras llega el final, la vigilancia mutua se desborda, las horas de grabación se multiplican, el insomnio se convierte en la enfermedad del régimen.


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