Tal vez no haya existido en Venezuela un gobierno como el de Maduro que necesite con urgencia dialogar con sus opositores. Así mismo, quizá no se haya tenido aquí igualmente una oposición tan obligada a parlamentar con su adversario. Se requieren a la recíproca, están condenados a vivir uno del otro, debido a una carencia de soportes sociales que los obliga a vivir en una nebulosa a través de la cual trasmiten señales de vida; al mandato de una existencia cada vez más aletargada, para no correr el riesgo de pasar inadvertidos del todo. De allí la cansona noria de sus reuniones, pero también la dificultad de llegar a unas conclusiones que las den por terminadas satisfactoriamente.

La mayoría del pueblo venezolano experimenta una existencia sin cabeza, es decir, sin la compañía de voces lúcidas que le permitan una orientación digna de seguimiento. No sé si resulte exagerado hablar de la existencia de una masa inerte y despolitizada, pasiva o amorfa que se regodea en su deriva, pero es evidente la falta de testimonios de actividad que permitan asegurar la presencia de una sociedad realmente concernida por sus urgencias. La gente todavía no ha sentido la necesidad de tomar posiciones, de asumir conductas enfáticas que lleven a un reclamo vinculado de veras con el sacrificio que la une en la marcha por un desierto sin señales ni sugestiones. Marchamos según los mandamientos de cada día, según el clamor pasajero que depende de las manos de cada cual, tratando de buscar remiendos perentorios que se atan a necesidades individuales o familiares, o quizá solamente a las conminaciones de una pequeña jurisdicción particular, sin sentir la necesidad de explorar otros horizontes. No hay movilización, sino incertidumbre; reina la pasividad cuando debería predominar la actividad.

El gobierno ve desde sus alturas la inacción, seguramente satisfecho de que se mantenga sin pasar a mayores. La alivia con paños calientes o con acciones destinadas a evitar que se conviertan en algo que lo atormente de veras, entre ellas el anuncio de amenazas o sacando los colmillos cuando unos episodios aislados lo requieren. Administra a su manera la apatía, porque no puede descifrar la incógnita de una pasividad que debe tener fin en algún momento desesperado y temible. Prefiere la impasibilidad porque existe, porque se ha establecido en todos los rincones, pero sabe que no la puede mantener durante mucho tiempo. Le reza al comandante para que la detenga, mientras espera su iluminación que no llega de la ultratumba. La oposición la mira de la misma forma desde su atalaya, debido a que no ha encontrado la manera de utilizarla para llevar el agua a su molino o porque, como su adversario, no sabe qué hacer con ella. Piensa una cosa hoy y mañana otra, sin llegar a nada digno de atención. Es probable que sepa lo que se debe hacer, pero prefiere ignorarlo. Lo mantiene en una gaveta profunda que solo esculcará cuando no quede más remedio, porque no sabe cuál es el túmulo de las antiguas inspiraciones ante el cual debe implorar para tocar tierra con pie firme.

Sin tropa en la retaguardia, sin el calor popular, el gobierno y la oposición han preferido el encierro en despachos manejables y relativamente amigables. Es lo único que tienen, no solo para evitar un común colapso, sino también para trasmitir la sensación de que están vivos. Así juran que son políticos y que hacen política desde conversaciones herméticas en cuyos contenidos está vedado el encuentro de fórmulas capaces de superar la crisis que se vive. Tales fórmulas no pueden caber en la sensibilidad de los dialogantes debido a que los obligarán a definiciones que han esquivado con insistencia, pese a que las conocen de sobra, porque los pueden conminar a ser otra cosa temible y desconocida. Solo las asoman a veces para evitar la pérdida total de una clientela distante y desconfiada.

El gobierno y la oposición están separados del resto de la sociedad, se han divorciado en los hechos, se han alejado de la gente común sin saberlo o a propósito, para crear una situación inédita sobre cuyo destino solo un irresponsable puede hacer pronósticos felices. De momento, es evidente la existencia de dos soledades sin posibilidad de ser algo distinto.

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