Foto: Estefanía Díaz Rivero

Estuve 30 minutos esperando el transporte que me llevaría hasta Valparaíso, Chile. Nunca pasó. Aguardaba en una de las paradas principales de Viña del Mar, cuando un señor de aspecto famélico tocó la bocina de un viejo Chevrolet Astra y me gritó: “¡Mil pesos hasta Valparaíso!”, lo que equivale a 1,5 dólares.

No me había terminado de montar en el carro cuando Alfredo pisó el acelerador. Repitió la hazaña en dos paradas más y llenó los cuatro puestos del auto. Todos los pasajeros manteníamos un silencio sepulcral. Estaba preocupada.

“¿Para dónde va?”, me preguntó Alfredo. Le dije: “El Mercurio de Valparaíso”. El hombre hizo silencio y me miró por el espejo retrovisor. Yo intentaba ver por la ventana para evitar sus pupilas apenadas. Había militares por doquier en las calles, debido al toque de queda que se había generado la noche anterior.

Mientras pasaba por sitios icónicos acordonados como la Quinta Vergara, no podía dejar de pensar en cómo habría quedado la institución que me recibió el 2 de noviembre de 2017, el mismo año que llegué a Chile.

En los videos que enviaron por mensajes mi oficina estaba envuelta en llamas, así como el lobby, el área de seguridad, servicio al cliente y ventas publicitarias. Había entrado una docena de individuos a saquear y a dañar el edificio que alberga a más de 50 trabajadores.

Después de 20 minutos de viaje en el carro de Alfredo, me sobresalté al escuchar: “¡Lolita, llegamos!”. Me bajé con temor y al ver hacia la vereda de enfrente, estaba ahí. El diario de habla hispana más antiguo del planeta, desvalijado y calcinado. Un baluarte de la humanidad reconocido por el Récord Guinness.

A eso de las 11:00 am crucé la puerta principal y lo vi. Sentí el mismo vacío que tenía cuando llegué a casa tras el entierro de mi madre.  Mi lugar de trabajo era una desolación, mi sustento, el espacio donde me he desarrollado como profesional, cubierto de hollín por el fuego abrasador.

Foto: Estefanía Díaz Rivero

Había astillas de la taza donde tomaba el café en las mañanas, la reconocí de inmediato. También logré rescatar mi diario. La libreta donde a veces escribo mis notas periodísticas. Me dije a mi misma: Gracias.

Foto: Estefanía Díaz Rivero

Algunos radicales seguían encaramados en los rejas del edificio dando vítores de rebeldía y odio, otros residentes sacaban fotos y algunos turistas posaban frente a la estructura para llevarse a casa el triste recuerdo.

No salía del estupor y la indignación que me causaba ver mi sitio de trabajo. Esto era una muestra vandálica y de viejos resentimientos. Una persona se me acercó para comentarme que “el aumento del pasaje era la punta del iceberg”. Pero, ¿qué culpa tenía el diario? En todo momento las informaciones se han dado con objetividad y pluralismo.

Foto: Estefanía Díaz Rivero

Durante la conversación con Pedro (a quién llamaré así para mantener su derecho al anonimato), recordaba mis años trabajando para el diario El Nacional en Caracas, Venezuela, cuando los círculos bolivarianos afectos a Chávez,  agredían a la institución, con motos, piedras, balas y spray para dejar su marca satánica.

Pedro me insistía en que esto era una acto de resentimiento político tras los hechos de 1973 cuando fue derrocado el líder de Unidad Popular, Salvador Allende, y los supuestos vínculos que había entre la CIA y el dueño de El Mercurio de Valparaíso, Agustín Edwards. Un resentimiento que ha perdurado por años y de generación en generación.

“Lola, es que tildan a El Mercurio como un partido político y no lo es. Y si alguien cometió un error en aquella época, ¿por qué no lo juzgaron y ya? Esto ya no se trata de derecha o de izquierda, esto es pura delincuencia”, me dice Pedro, que también explica que en Chile hay un patrón de conducta cada vez que hay un acontecimiento.

“El chileno es a veces desmedido. Cuando ganó el Colo-Colo hubo desmadres, lo mismo cuando fue el terremoto del 2010; está bien, había un tema de supervivencia, pero hubo turbas radicales que terminaron de destruir la ciudad y eso no era necesario. Siempre hay un descontrol desmedido en la población”, añadió Pedro, mientras veía pensativo los escombros del edificio.

Antes de las 7:00 pm decidimos salir del edificio porque ya se acercaba la hora del toque de queda. Nos fuimos conversando que a Latinoamérica en definitiva le urge un psiquiatra para tratar un diagnóstico severo de Trastorno Límite de la Personalidad, mejor conocido como borderline, por culpa de los gobiernos populistas y extremistas que realizan cosas tan extrañas como el Foro de Sao Paulo. Quién sabe qué cosas tan macabras habrán planeado esos 111 partidos y organizaciones políticas.


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