Nikki Haley
Foto: Archivo

Nimarata «Nikki» Haley declaró en abril de 2021 que no presentaría su candidatura a las siguientes primarias republicanas si Donald Trump hiciese lo propio. La misma Haley anunció el pasado 14 de febrero su intención de concurrir a la competición cuyo vencedor se enfrentará, en nombre del Grand Old Party, a Joe Biden en los comicios presidenciales de 2024.

«No creo que sea necesario tener 80 años para ser dirigente en Washington», soltó, con su labia ya legendaria, hace unos días en Fox News.

La pulla iba dirigida, como no podía ser menos, a Biden, pero también a Trump que ya habrá cumplido 78 años el día de la elección. Y se encaminará a los 79 si toma posesión en enero de 2025, siempre que venza en una contienda que será encarnizada.

Las razones del progresivo cambio de opinión de Haley hay que buscarlas en el asalto al Capitolio en los días que precedieron la llegada de Biden a la Casa Blanca. Haley, junto a otras figuras del Partido Republicano –empezando por el vicepresidente Mike Pence– reprochó a Trump, aun presidente por unos días, que no hubiera hecho nada por impedirlos. Es entonces cuando la hoy candidata a las primarias empezó a pensar en su futuro presidencial.

Nikki Haley, embajadora ante Naciones Unidas

Hasta aquel momento era un pilar del «sistema Trump». El peculiar mandatario la nombró embajadora ante Naciones Unidas, con rango de ministra, según la consolidada práctica política norteamericana. La «atalaya» neoyorquina ha servido tanto de rampa –Madeleine Albright– como de última etapa –Adlai Stevenon– de brillantes trayectorias.

Haley lo sabía y dedicó sus dos años en la organización internacional a defender a capa y espada la política exterior de Trump. Incluso en sus episodios más polémicos como la suavización de la postura frente a la Siria de Bachar al Assad o las difíciles relaciones de la Ucrania de Zelenski. No faltó la ración de agasajos cortesanos: llegó a decir de Jared Kushner, yerno y asesor áulico del presidente, que era un «genio desconocido».

Mas Nikki Haley no le debe su carrera a Trump. Ni mucho menos. Se la debe ante todo a su tesón y al haber sabido surfear desde el principio sobre la ola conservadora que marca desde hace tiempo la línea del Partido Republicano. El apoyo del Tea Party le permitió ser elegida en 2010 gobernadora de Carolina del Sur.

Una bandera confederada

Aplicó el programa –bajadas de impuestos, apuestas por valores tradicionales–, y mantuvo izada la bandera sureña, o confederada, en la sede del parlamento estatal hasta que ordenó su arriada definitiva a raíz de la matanza racista de Charleston. Aunque en 2019 admitió que esa bandera también era sinónimo de «sacrificio». Pragmatismo, ante todo. Y política de raza.

Lo volvió a demostrar, tras dejar la embajada, con una muy sincronizada gestión de los tiempos. La primera etapa fue un silencio, casi sepulcral, de un par de años, para recuperar fuerzas. La segunda, también clásica, una reaparición gradual por medio de una estructura, Stand for America, creada para su exclusivo beneficio y gloria.

Al margen del partido, para ceñirse a los cánones, pero que le permitió cruzar Estados Unidos para apoyar a candidatos republicanos en las últimas elecciones de mitad de mandato. Dejarse ver y querer, faltaría más, poniendo especial énfasis en los estados –Iowa, New Hampshire…– que determinan un buen comienzo de una campaña de primarias. Por supuesto, Stand for America es, asimismo, una maquinaria destinada a levantar fondos para su «heroína».

Un objetivo que podría desvanecerse si la protagonista no abanderase un discurso mínimamente embaucador. El de Haley, clásico, rellena todas las casillas del conservadurismo republicano que ya aplicó en parte en Carolina del Sur. Y que completa con una denuncia machacona del gasto público federal –el sanitario en particular–, la defensa de la vida desde la concepción hasta la muerte, la batalla cultural contra la progresía librada sin contemplaciones ni remilgos, la libertad absoluta para adquirir armas de fuego o la promesa de una América great en el ámbito planetario.

Nikki Haley, hija de inmigrantes indios

Pero lo hace con la perspectiva de la americana de a pie que siempre se ha considerado: hija de inmigrantes indios, compaginó, desde los doce años, los estudios con el trabajo en la tienda de ropa de su madre, se licenció en Contabilidad en una discreta universidad, y empezó en un puesto intermedio en una empresa de tratamiento de residuos antes de volver al negocio familiar y dar sus primeros pasos en política. Desde la base, obviamente.

Tampoco se le olvida recordar que está casada con Michael, un americano «del montón», reservista del Ejército que sirvió un año en Afganistán. La entonces gobernadora de Carolina del Sur tuvo a gala mezclarse, como una esposa más, en el emotivo acto de despedida. En el caso de Haley, toda la elaboración del relato está encaminada a distinguirse de las élites políticas, intelectuales y mediáticas de la Costa Este, aborrecidas por millones de norteamericanos de a pie.

Aunque con una diferencia importante respecto de Trump: Haley evita el ataque personal al adversario y jamás cede a la tentación de la ordinariez. A la del populismo, depende: dijo, cuando era embajadora ante Naciones Unidas, que procuraba volver lo antes posible a Nueva York porque Washington [a donde acudía a los consejos de ministros] era «tóxica, política y sucia». Al parecer, ha cambiado de opinión.


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