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En ocasiones son noticia de primera plana porque las acciones de sus pastores o feligreses llaman la atención general. Cuando guardan silencio, no necesariamente están inmóviles.

Si hay una fortaleza que tienen las iglesias cristianas, evangélicas, pentecostales y neopentecostales es la disciplina en su propósito de expandirse. Y, de manera inquietante, no sólo en el púlpito, sino en la política. Además de los asuntos del alma, quieren incidir en las cuestiones terrenales. En 2018 mostraron su influencia en la elección en Brasil de Jair Bolsonaro, del paso a la segunda vuelta de Fabricio Alvarado en Costa Rica y en el triunfo, en México, de Andrés Manuel López Obrador, apoyado por el evangélico Partido Encuentro Social.

“Hoy es posible encontrar algún templo evangélico o algún lugar de culto en prácticamente cualquier rincón del continente, por más pobre o marginal que sea”, escribe Carlos Malamud en el texto ‘La expansión política de las iglesias evangélicas en América Latina’.

“El vínculo constante e intenso de las iglesias pentecostales o neopentecostales con los sectores populares y los estratos más pobres de sus sociedades les ha permitido incidir en la política regional como ningún otro partido o movimiento lo puede hacer”, agrega el artículo publicado en el Real Instituto Elcano, un centro de estudios internacionales y estratégicos.

Están demostrando que en estos tiempos, los movimientos religiosos son más disciplinados, coherentes y metódicos que los partidos políticos tradicionales. Por eso no es difícil presagiar que, muy seguramente, ahora que están incrustados en la actividad política van a tener una larga vida, y con capacidad de influir en la formulación e implementación de las políticas públicas. Hay un hecho que no es para nada marginal. En América Latina, cada vez los grupos religiosos se muestran más vigorosos, mientras que los partidos políticos tradicionales empiezan a formar parte del recuerdo.

Para Fabio Zambrano Pantoja, historiador y profesor de la Universidad Nacional de Colombia, su crecimiento es evidente desde el río Bravo hasta la Patagonia, y la expansión es evidente, con una variedad que va desde “unas iglesias muy serias hasta otras bastante estafadoras”.

No se trata sólo de que sus feligreses se reúnan cada tanto tiempo, principalmente los fines de semana, para orar en conjunto de acuerdo con sus creencias, sino que de un tiempo para acá propagan esta narrativa, sobre todo en las elecciones. Desde las locales, pasando por las regionales y, ahora, hasta en las de carácter nacional, como lo demostraron de manera decisiva en Colombia hace tres años.

En efecto, tras la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno Nacional, presidido en su momento por Juan Manuel Santos, y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se convocó un plebiscito para que le sociedad dijera sí o no al texto firmado entre las partes, con el que se buscaba ponerle punto final a un conflicto armado que sumaba 300.000 muertos y 8 millones de desplazados.

Los opositores del acuerdo se unieron con la red de iglesias, que propagaron un discurso desde sus sedes y medios de comunicación en el sentido de que lo que se buscaba, entre otras delirantes afirmaciones, era instaurar en Colombia una dictadura castrochavista que, además, llevaría a los niños a vivir un diabólico libertinaje sexual. Naturalmente, en sectores de opinión bien informados esas tesis provocaron hilaridad, pero en otros sectores les dieron crédito, y –para sorpresa general– el ‘No’ ganó el plebiscito, creando en Colombia una grave fractura que aún hoy sigue sin cicatrizar.

Sin embargo, este fenómeno no es nuevo ni tampoco exclusivo de Colombia. La frontera entre religión y política ha sido muy difusa, cuando no inexistente. El novel político Alberto Fujimori logró una amplia visibilidad cuando se alió  con algunas iglesias evangélicas del Perú. El pastor Carlos García, líder de la Iglesia bautista, por ejemplo, se integró a la fórmula con la que Cambio 90 acudió a las elecciones de 1990 y fue elegido segundo vicepresidente. En Guatemala hay un presidente evangélico, Jimmy Morales; y en Colombia, la cristiana Viviane Morales quería postularse a la presidencia a nombre, paradójicamente, del Partido Liberal.

“La relación política-religión está presente desde la Colonia. La movilización política a partir de las creencias y de los símbolos y valores religiosos copa toda nuestra historia”, dice Jenny Andrea Santamaría, doctoranda en Teología y politóloga de la Universidad Javeriana de Bogotá.

Para ella, el fenómeno del crecimiento en América Latina ha incidido volviendo a páginas de la historia que se creían ya pasadas. “Un amplio número de iglesias, denominaciones y misiones han incursionado en espacios de presentación política desde una perspectiva conservadora teológica y social. ¿Cómo lo hacen? En los países latinoamericanos, los grupos neopentecostales se han organizado como colectividades  políticas y han incursionado como nuevos actores que participan en las contiendas electorales, mediante el uso del capital religioso”, dice ella.

El poder de las congregaciones y los movimientos religiosos es uno de los signos característicos de la política contemporánea en Europa, Estados Unidos y, de manera particular, en América Latina, recuerda Jairo Libreros, profesor de Ciencia Política de la Universidad Externado de Colombia. “Esos movimientos religiosos, particularmente los cristianos, no solo están interesados en salvar almas, sino, de manera particular, en capturar el poder para garantizar los intereses, que en muchos casos riñen con el espíritu liberal de las cartas políticas en América Latina”.

Carlos Andrés Arias, docente de la maestría en Comunicación Política de la Universidad Externado de Colombia, pide, sin embargo, una respuesta inteligente ante esta situación: “Desde una dimensión de inclusión y participación política, la democracia no le debe temer a que ciertos grupos dogmáticos participen activamente en política; lo que sí debe causar preocupación es que estos puedan incidir de forma determinante en la ejecución de políticas públicas, en especial si se tiene en cuenta que allí están vinculadas las minorías”.

Tania Rodríguez Morales, docente de la Facultad de Gobierno en Relaciones Internacionales de la Universidad Santo Tomas, en Colombia, pone el énfasis en la incidencia global que estos grupos están teniendo en la política moderna. “Su peso es enorme en Estados Unidos. Tuvieron que ver todo en la elección de Donald Trump”, dice ella.

Por eso pide prender las alertas en democracias menos fuertes que la estadounidense, y en particular en las áreas marginales. “Podemos incluso pensar que sin el voto de las iglesias hay ya lugares en donde es casi imposible para un candidato resultar elegido”, afirma.

Aunque se ha avanzado, la cuestión es que los sistemas democráticos de la región presentan varias debilidades que los hacen más vulnerables ante propuestas disruptivas. El riesgo es más latente ante una avanzada de organizaciones disciplinadas y aferradas a una causa que por ser de fe es difícil controvertir.

El pastor Édgar Castaño, presidente de la Confederación Evangélica de Colombia, se muestra orgulloso al confirmar la creciente presencia de las comunidades cristianas en el escenario público.

“Somos conscientes de nuestro poder y perdimos el miedo”. ¿Miedo? “Claro. Antes del plebiscito, nosotros vivíamos calladitos, pero ganamos con el triunfo del ‘No’, nos dimos cuenta de que éramos capaces de dar la batalla”, recuerda en referencia a la negativa dada en las urnas al acuerdo de paz con las Farc.

Y sentencia: “En Colombia somos siete millones de cristianos. Es decir que si nos organizamos, podríamos elegir presidente”.

De hecho, en Colombia ya se han visto episodios en los que autoridades elegidas por voto popular ponen a un lado la Constitución y sacan sus instrumentos de liturgia. Hace un par de años, Luz Marina Cardozo Solano, alcaldesa del municipio de Yopal, departamento de Casanare, fronterizo con Venezuela, firmó un decreto que leyó en tono solemne: “Hago entrega simbólica de las llaves del municipio a Jesucristo para que su reino de paz y bendición sea establecido”.

Con similar pompa, Óscar Yonny Zapata, alcalde de Aguadas, en el cafetero departamento de Caldas, anunció que le entregaría el municipio a Dios mediante una resolución. “Este decreto es una invitación a un tiempo de oración y de confesión pública, uniéndonos los católicos, cristianos, evangélicos, todos, a pedirle su sabiduría para transformar nuestra tierra”, explicó embargado por la emoción.

Un asunto muy serio, porque con ese ropaje salen a oponerse a avances importantes logrados en los últimos años en la región, como, por ejemplo, los derechos para las comunidades LGTBI, la adopción de niños por padres solteros o la probabilidad de que la mujer tenga la posibilidad abortar sin terminar en una cárcel.

De ahí que en comunidades en donde las iglesias cristianas, evangélicas y otras similares tienen influencias, la crispación y polarización estén a la orden del día. ¿Por qué? Porque son actores sociales con los que difícilmente se pueden buscar matices. Para ellos, la realidad es en blanco y negro. En bueno y malos.


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