Pedro Sánchez 
Pedro Sánchez, de espaldas, interviene en el Congreso ante la mirada de Irene Montero. GTRES

La madrugada del 27 de noviembre de 2013 había sido larga en Berlín. Después de una jornada maratoniana de 17 horas de reuniones, Angela Merkel compareció junto a los líderes del partido socialdemócrata alemán (el SPD), Sigman Gabriel, y de la Unión Social Cristiana (la CSU), Horst Seehofer, para anunciar la que se bautizó como la Gran Coalición.

Habían transcurrido algo más de dos meses desde las elecciones del 22 de septiembre, en las que la ya entonces canciller alemana obtuvo un amplísimo respaldo del 41,5% del electorado. Y algo más de uno desde que, el 20 de octubre, los líderes del SPD votaron a favor de negociar con la derecha.

Fueron semanas de intenso tira y afloja, en el que participaron hasta 75 negociadores de las tres formaciones. El resultado fue un documento de 185 folios en el que todo, absolutamente todo, quedó puesto por escrito. Aquel documento no era, por tanto, un catálogo de buenas intenciones; sino la hoja de ruta de la primera Gran Coalición de Merkel, cincelada al detalle. Incluidas las normas de conducta y de resolución de conflictos entre los nuevos socios.

Los alemanes, curtidos en el arte de las coaliciones gubernamentales, sabían que era mejor prevenir que lamentar. En España, por el contrario, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias anunciaron un preacuerdo para formar un gobierno de coalición solo dos días después de las elecciones generales del 10 de noviembre de 2019. Les podía la prisa y la ansiedad, después de que el PSOE hubiera perdido tres escaños respecto a abril y Unidas Podemos, siete.

El abrazo de Sánchez e Iglesias aquel 12 de noviembre de 2019. EFE 

Hoy, en medio de las constantes sacudidas en el Ejecutivo y de los daños irreparables en su estructura, en el PSOE muchos se lamentan de no haber dejado la coalición bien cimentada en su día. Un error de principiante que pagarán hasta el último día. Se lamentan de la falta de previsión; de la ingenuidad, incluso, con la que negociaron el primer gobierno bipartito de la democracia. Que, tres años después, es a casi todos los efectos un gobierno tripartito: socialistas por un lado; Podemos por otro; Yolanda Díaz por el tercero.

«Este es un gobierno de coalición con formaciones distintas. Todo lo que está pasando nos sirve de aprendizaje para el futuro», afirma una ministra del ala socialista, dando a entender que no tropezarán dos veces en la misma piedra.

La mala noticia para Sánchez y los suyos es que no tienen ninguna posibilidad de gobernar en solitario, suponiendo que puedan quedarse otra legislatura más en la Moncloa (que, según todas las encuestas, ya es mucho suponer). En el mejor de los casos tendría que gobernar en coalición con «el espacio que representa Yolanda Díaz», como él mismo ha reconocido en varias ocasiones en el último año. La buena noticia es que de todo se aprende.

En el PSOE aseguran, escarmentados, que no cometerán los mismos errores a la hora de negociar una nueva coalición. Dejarán todo atado y bien atado. Hay cosas que no se podían prever, como la salida de Iglesias de la vicepresidencia 14 meses después. Pero otras sí. Tienen claro que de aquellos polvos del inicio de la legislatura vienen estos lodos del final.

Aquella mañana del 12 de noviembre de 2019, Pedro Sánchez e Iglesias rubricaron un documento de un folio con 10 puntos, el trazo grueso de su futuro gobierno. Después designaron negociadores a María Jesús Montero, Félix Bolaños, Ione Belarra y Pablo Echenique. El 30 de diciembre, ambas partes alumbraron un acuerdo de 49 folios titulado Coalición progresista. Un nuevo acuerdo para España. Aquello era, en realidad, una miscelánea de los programas electorales de ambos para vestir al santo: el reparto de carteras, que era lo que más les preocupaba.

Las normas de los socios, papel mojado

En paralelo, siguieron negociando el documento que debía haber sido el pilar de la coalición: sus instrucciones de funcionamiento; 20 normas encabezadas por una máxima que, leída hoy, suena hasta cómica: «Mantener una estrategia de comunicación coordinada y compartida». También prometían «máxima discreción en relación con las negociaciones y acuerdos que se produzcan en el seno del gobierno». Y votar con «unidad de criterio» las iniciativas aprobadas por el Consejo de Ministros conjunto.

Los socios crearon dos comisiones permanentes de seguimiento del acuerdo, una en el gobierno y otra entre los grupos parlamentarios. Estas debían servir, además, como herramienta en la resolución de posibles conflictos. Hoy, ninguna de las dos comisiones está ni se la espera.

Según se dio la vuelta, Iglesias se la jugó por primera vez a Sánchez: filtró a la prensa los nombres de los cinco ministros de Unidas Podemos –con él mismo a la cabeza–, días antes de que el presidente del gobierno anunciara su gabinete. Mal empezaban, y aún era 8 de enero de 2020.

Hoy, aquellas reglas del juego que se dieron en el PSOE y Unidas Podemos son papel mojado. Han enmendado por separado proyectos de ley aprobados por el Consejo de Ministros que comparten, y hasta votaron distinto en el caso de la Ley Audiovisual (a punto estuvieron de hacerlo, también, en la de bienestar animal). Han incumplido los principios que proclamaron de «lealtad, cooperación, corresponsabilidad y estabilidad», como también la «máxima discreción en relación con las negociaciones y acuerdos que se produzcan en el seno del gobierno» que prometieron.

Se han peleado a cuenta de la ley del «solo sí es sí», de la de Seguridad Ciudadana (la que ellos llaman «ley mordaza»), de la ley de Vivienda, del presupuesto de Defensa, del envío de armas a Ucrania, de la ley trans, de la de bienestar animal, de la abolición de la prostitución, del precio tope a los alimentos…

Si acaso, lo único que han respetado de aquel Protocolo de funcionamiento, coordinación, desarrollo y seguimiento del acuerdo de gobierno progresista es lo referente a los sillones: «En caso de reestructuración del gobierno durante la legislatura, se mantendrá el número de áreas gestionadas por el PSOE y Unidas Podemos y su peso relativo en el conjunto del gobierno». Ese punto, el número 19, ha acabado siendo el salvavidas de Irene Montero y la penitencia que lleva en el pecado Pedro Sánchez. Todo lo demás se ha hundido.


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