“Seguridad y transparencia” son las dos puntas de lanza con las que Jair Bolsonaro llegó en el pasado enero al Palacio de Planalto, en Brasil.

Luego de más de seis meses de gobierno, ninguna de las dos ha brillado en su gestión, reconocida más por un polémico tono autoritario y apenas por una victoria en el Legislativo con el primer visto bueno a la Ley de pensiones en la Cámara.

Un aire de frustración parece tomar fuerza en el país, y se viene reflejando en masivas protestas desde hace dos meses por los recortes al presupuesto de educación y una huelga general por el mal momento de la economía, áreas a las que Bolsorano prometió sacar adelante cuando estaba en campaña.

El descontento también es evidente en las encuestas. La última de ellas, publicada el lunes por el Instituto Datafolha, lo registró incluso como el presidente brasileño con la peor evaluación en el primer semestre de gobierno, desde el retorno de la democracia en 1985.

33% de la población considera malo o pésimo el desempeño del líder ultraderechista; otro 33% lo calificó de óptimo o bueno, y 31% de regular.

Las cifras no sorprenden, pues desde que venció en las presidenciales de octubre con 58% de los votos, su popularidad se ha mantenido en descenso, una tendencia que, a la vez, revela cómo se consolida la división política en Brasil.

Para Luis Guillermo Velásquez, profesor y analista político, una primera explicación de esta impopularidad es la incapacidad del presidente para generar confianza y evocar la aclamada “seguridad” con la que ganó la Presidencia “en un contexto de incertidumbre del sistema político brasileño”.

Es que Bolsonaro llegó al poder en medio de una crisis política causada por los tentáculos del escándalo de corrupción con la constructora Odebrecht, que culminó con la prisión del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, en la destitución de su sucesora Dilma Rouseff y en la desconfianza generalizada hacia el principal partido de izquierda, el de los Trabajadores.

“En ese marco de victoria, el presidente no tenía mucho que ofrecer y se ha limitado a neutralizar a los rivales con una política de reacción, no de construcción, para abordar los problemas públicos, en la que se ha dedicado a los tarifazos, a la apología de la represión, a enfrentarse con la educación superior amenazándola con desfinanciar sus políticas de investigación, a desmantelar el sistema de pensiones y las garantías de seguridad social”, dijo Velásquez al diario El Tiempo de Colombia.

Esta política de reacción, además de causar resentimiento en las bases de la sociedad por perjudicar principalmente a la clase media, tampoco ha logrado un apoyo contundente en el Legislativo, que apenas el miércoles le concedió una primera aprobación a su emblemática reforma de pensiones.

Aunque el proyecto tendrá que enfrentar más debates, Bolsonaro escribió en su cuenta de Twitter que era un “¡Gran día!”, luego de que el Parlamento rechazó su política de flexibilización del porte de armas, entre otros varios proyectos que lo convierten en el segundo presidente de Brasil en emitir más proyectos.

La política del odio

El presidente, político de larga data en Brasil, se aferra a una narrativa “difamatoria y violenta, con base en la intolerancia”, con la que intenta desviar la atención y procura demeritar, aún más, la imagen del PT, indica Carolina Medina, politóloga de la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro.

“Ejemplo de esto son las recientes filtraciones realizadas por The Intercept a las conversaciones entre Sergio Moro (hoy ministro de Justicia, antes juez del caso) y fiscales del escándalo de Lava Jato, en las que queda en evidencia de que desde el Ejecutivo y el Judicial hubo un acuerdo para desprestigiar a Lula”, señaló Medina a El Tiempo.

Bolsonaro no ha titubeado a la hora de defender a Moro ante este caso por el que cientos de brasileños exigen que deje su cargo, mientras se investigan las conversaciones que podrían llevar, incluso, a la libertad de Lula.

El mandatario también levantó sospechas esta semana luego de anunciar el “posible” nombramiento de su hijo Eduardo como embajador en Washington por su “excelente relación con Donald Trump”.

Su hijo Flavio se enfrentó a las críticas de la opinión cuando se le inculpó por un presunto caso de evasión fiscal a comienzos de año. Motivos de más para explicar la creciente desconfianza de la sociedad ante las imposiciones de este gobierno de ultraderecha, que parece buscar más retrocesos que avances.

“Esto no le importa a Bolsonaro”, afirmó Velásquez, pues “su política represiva solo busca simpatías y apoyos con las élites”, lo que Medina coincidió en llamar un “gobierno de minorías”. Sin embargo, ambos analistas concuerdan en afirmar que estos selectivos apoyos no le serán suficientes para llegar al fin de su mandato, menos en un país como Brasil, en el que la sociedad cada vez se moviliza más para presionar al poder.


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