En la imagen, varios ciudadanos celebran el triunfo del "No" en el plebiscito para refrendar el acuerdo de paz, firmado entre el Estado colombiano y la entonces guerrilla de las FARC | Archivo El Tiempo

Por Néstor Humberto Martínez

El 23 de junio de 2016, el Estado y las FARC acordaron la refrendación del Acuerdo de Paz a través del plebiscito autorizado por la Corte Constitucional, cuya fecha de realización sería el 2 de octubre de 2016, una semana después de la firma oficial de los Acuerdos de La Habana.

El ambiente no era necesariamente de optimismo. Era mucho lo que habían ganado distintos sectores en materia de desinformación y, de cualquier forma, el cierre del Acuerdo en los asuntos jurídicos no había dejado tranquila a mucha gente.

En un almuerzo en la casa privada del Palacio Presidencial realizado el día anterior, primero de octubre, al que fuimos especialmente invitados el vicepresidente Germán Vargas y yo, con nuestras respectivas señoras, Vargas inició la conversación con la siguiente frase lapidaria:

–Presidente ¿por qué nos metió en esto? El plebiscito se va a perder.

El fatalista comentario nació de una reunión social que habíamos tenido la noche anterior en casa de un amigo común, animada por el mariachi más popular de la ciudad. El divertido momento creó un ambiente de confianza con el director y con los miembros del conjunto, lo que llevó al vicepresidente Vargas a pedirle a cada uno de los músicos que «cantaran» su voto en el plebiscito del día siguiente. Quedamos fríos: todos iban a votar por el «No».

El día del plebiscito, invité a mis colaboradores más inmediatos a despachar desde el búnker de la Fiscalía y a estar atentos de la situación de orden público.

El resultado superó el umbral requerido para la validez de la consulta, pero la decisión fue contraria al Acuerdo. Por el ‘No’ votaron 6.431.372 colombianos, es decir, el 50,21 por ciento. Por el ‘Sí’ se pronunciaron 6.377.464, esto es el 49,79 por ciento. Muy reñido el resultado, pero jurídicamente inimpugnable. De esta manera quedó truncado el mecanismo acordado por las partes para obtener la refrendación de los acuerdos entre el Gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc. Algo similar había ocurrido en Guatemala durante su proceso de paz.

Una vez conocidos los resultados, empecé a comunicarme con todas las seccionales de la Fiscalía para establecer la situación de orden público a lo largo del país. Serían las cinco de la tarde cuando recibí una llamada del representante a la Cámara por el Centro Democrático, Edward Rodríguez. El congresista es muy cercano al expresidente Uribe y por el celular se oía la euforia de una celebración.

–Fiscal, le voy a pasar al presidente Uribe.

Luego de saludar al expresidente le manifesté:

–Es el momento de la grandeza, presidente. Siempre he dicho en público y en privado que no hay enemigos de la paz. Llegó la oportunidad de volverle a servir a Colombia y no frustrar esta posibilidad.

–Por eso lo llamo. Quiero que usted sirva de compromisario de un gran acuerdo para salvar la paz. Pero es necesario que en el discurso que pronuncie el presidente Santos esta tarde, abra las puertas del diálogo. Le propongo que nombremos tres plenipotenciarios por el Gobierno y tres plenipotenciarios representantes del ‘No’ y de manera discreta lleguemos a un acuerdo nacional, con velocidad. Las reuniones podemos hacerlas en la Fiscalía, préstenos ese servicio. Hable con el presidente Santos y me avisa.

De inmediato tomé el «falcon» –una especie de teléfono rojo que se utiliza en el palacio presidencial para las comunicaciones de Estado– y pedí que me comunicaran urgentemente con el presidente. El edecán de turno respondió que Santos estaba reunido a puerta cerrada con los asesores de paz y que no podía interrumpirlo. Insistí y dije que era un asunto de vida o muerte. Funcionó porque Santos pasó al teléfono:

–Hola Néstor Humberto, ¿qué pasa? Estoy redactando el discurso que voy a leer y no tengo mucho tiempo.

Le informé en detalle sobre la conversación que acababa de sostener con el ex presidente Uribe y de la conveniencia de iniciar una negociación reservada que abriera las puertas a un nuevo acuerdo, de suerte que no se perdiera el camino andado en el propósito de la paz. Le dije que a mi juicio los astros se estaban alineando, pero le anticipé que no me parecía conveniente servir de facilitador por mi condición de fiscal general de la Nación, porque esa labor tenía un claro contenido político y podía prestarse a equívocos dado mi carácter de funcionario judicial.

–Me parece bien, estoy de acuerdo con la propuesta. Dígale a Uribe. Y yo me encargo de mandar una señal en el discurso. Ya lo corrijo. Gracias.

Llamé a Uribe y le resumí la charla con el presidente. No quedaba cosa distinta que escuchar la alocución del Jefe de Estado. En consonancia con lo que acabábamos de hablar, el presidente Santos dijo esa noche del 2 de octubre de 2016:

“Hoy me dirijo al país como presidente de todos los colombianos: tanto de los que votaron por el ‘No’ como de los que votaron por el ‘Sí’. ¡De todos los colombianos! Yo los convoqué a que decidieran si respaldaban o no el Acuerdo para la Terminación del Conflicto con las Farc y la mayoría, así sea por un estrechísimo margen, ha dicho que NO. Soy el primero en reconocer este resultado. La otra mitad del país ha dicho que SÍ. Como Jefe de Estado, soy el garante de la estabilidad de la Nación, y esta decisión democrática no debe afectar dicha estabilidad, que voy a garantizar. Como presidente, conservo intactas mis facultades y mi obligación para mantener el orden público y para buscar y negociar la paz. El cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo sigue vigente, y seguirá vigente. Escucho a los que dijeron NO y escucho a los que dijeron SÍ. Todos, sin excepción, quieren la paz. Así lo han dicho expresamente. Mañana mismo convocaré a todas las fuerzas políticas —y, en particular, a las que se manifestaron hoy por el NO— para escucharlas, abrir espacios de diálogo y determinar el camino a seguir”.

La mañana siguiente muy temprano, el presidente Santos me llamó a la Fiscalía pues estaba indagando sobre la forma de proceder para integrar el grupo de negociadores. Serían las 7:00 de la mañana. Lo recuerdo bien porque era un lunes y a esa hora sesionaba a comienzos de cada semana el Comité Ejecutivo de la Fiscalía, con la participación de todos los directores nacionales y seccionales de la entidad para evaluar el censo delictivo de la semana anterior y fijar las pautas de acción para los siguientes siete días. Por ello, para asegurar la privacidad de la conversación, tuve que retirarme del salón para tomar la llamada, cosa que solo hice esa vez, en tres años que conduje el Comité Ejecutivo, lo que de hecho llamó la atención de todos los directores.

Al tomar la llamada del presidente Santos le manifesté que coordinaría los detalles con el expresidente Uribe, pero consideré necesario que me diera a conocer los nombres de los plenipotenciarios de parte del gobierno. Uribe me había pedido que fueran personas de confianza de Santos, pero que tuvieran interlocución con la oposición; por ejemplo, cuando hablamos la tarde anterior dijo que no aceptaría que la canciller María Ángela Holguín fuera uno de los delegados gubernamentales. Como se sabe, él y ella tenían una larga historia de desafectos y controversias. Respecto del jefe del equipo negociador no hubo el mismo veto previo, pero en la conversación el director del Centro Democrático me comentó que su presencia lo incomodaría porque él había participado sin reserva ni vergüenza en la campaña presidencial a través de unas cuñas de televisión sobre la paz, que le restaban confianza para el partido que Uribe representaba.

De ello di cuenta oportuna al presidente Santos. Cuál sería mi sorpresa cuando me manifestó que los delegados del gobierno serían el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, y justamente Humberto de La Calle y la canciller Holguín, que –para decirlo en palabras directas– previamente había sido vetada por Uribe. Le hice caer en cuenta de ello a Santos, pero no dio marcha atrás. Me pidió que le notificara a la oposición que esos eran los negociadores y punto. Le expresé que lo haría, pero que llamaba su atención sobre la necesidad de escuchar la solicitud del Centro Democrático.

Quienes hemos estudiado teoría de la negociación sabemos que el primer aspecto que debe cuidarse en un acercamiento entre partes en disputa es el denominado entorno de la negociación, que pasa por la necesidad de que los conciliadores no tengan resistencias mutuas, lo que hace mucho más difícil cualquier entendimiento. Inclusive le sugerí al presidente el nombre del ministro Cristo, que no generaba urticaria en las orillas de la oposición; aun así, advertí que prefería tener personas de su absoluta confianza y de su círculo íntimo. Santos dijo en forma concluyente que no cambiaría de parecer y que no aceptaba el veto de Uribe a sus delegados.

A las 8:00 de la mañana del 3 de octubre del 2016, procedí entonces a llamar al jefe del Centro Democrático. Para iniciar le manifesté que colaboraría en tono discreto al buen suceso de estas reuniones, pero que, como servidor de la justicia a cargo de la Fiscalía, no me parecía conveniente que tuviera un rol protagónico en estos acercamientos. Luego, le informé que el gobierno estaba listo para integrar sus negociadores y le comuniqué los nombres de quienes actuarían como plenipotenciarios.

La reacción de molestia de Álvaro Uribe no se hizo esperar:

–Pero, fiscal, ¿acaso usted no le transmitió al presidente que era necesario que ambas partes pudiésemos tener un mínimo de confianza en los negociadores de la contraparte?

–Por supuesto que lo hice, pero el presidente Santos me insistió en que le comunicara estos nombres.

–Le pido un favor. Insístale en nuestra solicitud y para que vea el presidente Santos hasta dónde estamos dispuestos a llegar para facilitar los diálogos, por favor dele los tres nombres de las personas que nos representarán a nosotros: Óscar Iván Zuluaga, Carlos Holmes Trujillo e Iván Duque. Tenía razón: un grupo inmejorable.

Mi papel en ese momento era de facilitador. Transmití de nuevo la petición de Uribe, pero el presidente Santos no cedió. Por el contrario, el 3 de octubre, al finalizar el día, hizo una alocución a propósito de lo que él llamó “Apertura del Diálogo Nacional”, dando cuenta que esa mañana había recibido la visita de los partidos que hacen parte de la Unidad para la Paz, junto con los presidentes del Senado de la República y de la Cámara de Representantes, quienes le manifestaron su respaldo “para seguir buscando la paz y para establecer los diálogos necesarios para no echar al traste casi seis años de grandes esfuerzos que culminaron con el Acuerdo con las FARC”.

En su alocución, el presidente Santos dio por sentado que el Centro Democrático aceptaba el diálogo en presencia de los negociadores escogidos por el Gobierno e hizo públicos sus nombres, lo que me cerró cualquier posibilidad de colaborar en un entendimiento al respecto en esa fase inicial.

En su intervención pública, Juan Manuel Santos dijo: “Como lo dije anoche, el país necesita unidad. Tenemos que dejar atrás las rencillas, los odios y la polarización que tanto daño nos hacen. Por eso, recibo con entusiasmo la designación de tres voceros del Centro Democrático para sentarse a dialogar y a llevar a feliz término el proceso de paz. Con la voluntad de paz de todas las partes, estoy seguro, seguro, de que podremos llegar pronto a soluciones satisfactorias para todos. De ser así, el país saldría ganando y el Proceso terminaría fortalecido. De nuestra parte, existe toda la voluntad y la determinación para que así sea. Tendremos que actuar con prontitud y poner límites de tiempo, pues la incertidumbre y la falta de claridad sobre lo que sigue ponen en riesgo todo lo que hasta ahora se ha construido. En ese orden de ideas, he designado al doctor Humberto de La Calle, a quien ratifiqué como jefe negociador, a la canciller María Ángela Holguín y al ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, para que, a la mayor brevedad posible, comiencen los diálogos que nos permitan abordar todos los temas necesarios para tener un Acuerdo y culminar con éxito el sueño de toda Colombia de terminar la guerra con las FARC”.

Con esa notificación pública, el sueño de una paz incluyente se hizo más lejano y finiquitó de un tajo mi fugaz intervención para lograr un acercamiento efectivo entre los voceros del «Sí» y los del «No». Creo que Uribe se sintió traicionado porque su idea inicial era que el diálogo fuera reservado, confiable entre las partes y que, atendiendo la incertidumbre generada, concluyera en un plazo muy corto, de suerte que la guerrillerada no entrara en pánico y la comunidad nacional e internacional pudieran tener una calma total. Por ello, me llamó después de la alocución presidencial y me dijo:

–Es una lástima. Creo que no fue posible avanzar en el diálogo por medio de plenipotenciarios. Con esos delegados gubernamentales no trabajamos nosotros. Yo se lo dije. Hubiera sido un camino muy constructivo y efectivo. No me queda otra vía que hablar entonces directamente con el presidente Santos. Lo haré ya mismo.

El resto de la historia ya se conoce. Como consta en un curioso video difundido en las redes sociales, por primera vez en cinco años Uribe llamó desde su carro al conmutador de Palacio y pidió que le comunicaran con el presidente Santos. Abandonada la idea de los plenipotenciarios, entre los dos acordaron llevar a cabo una reunión directa el día siguiente, en presencia de todos los líderes del «No». La reunión de cuatro horas ocurrió el 5 de octubre en la Casa de Nariño. Fue una verdadera asamblea de “agitadores” de la cual muy poco podía salir; asistieron veinticinco personas: catorce del Gobierno y once voceros del «No».

Aun así, muy pronto nació un nuevo texto del Acuerdo de Paz, entre el gobierno y las FARC, suscrito el 12 de noviembre de 2017.

Antes de que ello ocurriera, ese mismo día el presidente Uribe se encontró en el aeropuerto de Rionegro con el presidente Santos y le pidió que no se precipitara a firmar el nuevo Acuerdo y que abriera una ventana para discutir los nuevos cambios con los promotores del «No». Juan Manuel Santos confiesa que en un primer momento cayó en la tentación de intentar una nueva ronda, aunque sabía que el momento con las FARC era de alta tensión y se corría el riesgo de una ruptura definitiva.

Humberto de La Calle acepta que el jefe del Estado lo consultó sobre la posibilidad de llevar a cabo un último diálogo con la gente de Uribe, pero que la “desaconsejó”. Cuenta el plenipotenciario principal del gobierno que le dijo a Santos desde La Habana, secundado por el senador Roy Barreras: “Esto no da más. Una ruptura es altamente probable. Casi segura. Sé por qué se lo digo. Además, sinceramente creo que es una dilación injustificada y que solo debilita la posición del gobierno, tanto allá como aquí. Por favor le pido que cerremos”. Y así ocurrió. Santos le dijo en Rionegro a Uribe que no habría más diálogo y que se procedería a la firma del nuevo acuerdo en Cuba.

Este episodio de gran calado histórico lo llama Eduardo Pizarro el “cierre súbito”, sobre el cual afirma –con claridad meridiana–: “… la súbita decisión de firmar el Acuerdo de Paz sin una nueva ronda de negociaciones con los líderes del No y, por tanto, la posibilidad de haber encontrado un consenso amplio y nacional, dejó al país irremediablemente escindido y bajo dos riesgos perturbadores: el riesgo de la no o de la muy baja implementación de los acuerdos y un riesgo aún mayor, el de la reversión de lo acordado si en las elecciones de 2018 triunfan sus críticos”. En ese caso, dice Pizarro, corremos el riesgo de que Colombia termine repitiendo la dolorosa frase del ex comandante Joaquín Villalobos del FMLN, refiriéndose al caso de El Salvador frente a una situación análoga: “Ganamos la paz pero perdimos el posconflicto”.

Con su consejo de no darle una posibilidad al diálogo final, Humberto de La Calle decidió asumir la responsabilidad histórica de avanzar sin consenso, como hubiera sido lo ideal y, de seguro, el país no habría quedado secuestrado por la polarización que subsiste. Nadie sabe si, al final, el acuerdo total se hubiera logrado entre todos los matices de opinión. Pero había que intentarlo como fuera. Lo cierto es que se finiquitó esa opción. Germán Vargas, un lobo viejo en política y gran lector del acontecer nacional, me ha dicho varias veces que el proceso de negociación tuvo que impactarse en tiempo y contenidos por la circunstancia de que había un jefe del equipo negociador, en trance de la candidatura presidencial, “cosa que nunca se supo en ese momento”, dice Vargas.

Al final, lo cierto es que el nuevo Acuerdo se firmó y el Congreso lo refrendó el 30 de noviembre de 2016 con el voto del 77 por ciento de los congresistas y sin la participación del Centro Democrático, cuyo jefe natural –el senador Uribe– aseguró al cierre de la decisión parlamentaria que el Senado y la Cámara habían “suplantado” el pronunciamiento popular de las urnas.

El gobierno respondió que habían sido acogidos los sesenta puntos propuestos por los líderes del «No», con excepción de dos temas muy gruesos para la oposición: la participación en política de los reinsertados y la definición de penas con limitación efectiva de la libertad para los máximos responsables.

En este escenario de reclamos y explicaciones, perdimos la oportunidad histórica de un acuerdo de paz incluyente. El debate político subsiste y es fragoroso, como se comprobó en el reciente trámite de las objeciones a la Ley Estatutaria. Hoy lamento no haber sido más firme en lograr que una pequeña comisión de plenipotenciarios del «Sí» y del «No» hubiese acordado un solo texto, para compartir con la guerrilla. Se nos fue de las manos la única oportunidad real que se tuvo, después del plebiscito, de tener un acuerdo de paz que, con voluntad concesional y realista, hubiese interpretado a todos los sectores de la sociedad. Aunque en verdad fueron importantes las concesiones que se hicieron en el segundo acuerdo de paz a los representantes del «No», lo cierto es que dimos paso a un acuerdo de mayorías y no de consenso, realidad ineludible que gravita hoy en la fractura política del país que cada vez alcanza mayores decibeles, en medio de la irresponsabilidad de los líderes políticos, los opinadores, los propietarios de la ‘academia’, la actitud de varios comunicadores que se convirtieron en agitadores profesionales y la labor de las «bodegas» que, desde los extremos, alimentan las redes sociales con bombas incendiarias. ¿Cuál puede ser el punto de inflexión?

 


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