Universidad de Columbia
Foto EFE

Por Julio Ocampo

En el artículo que el escritor y profesor de historia americano Jonathan Zimmerman publicó hace semanas para Limes (revista italiana de geopolítica) argumentaba de forma amplia y dilatada qué significa el suicidio de la academia. “En una guerra cultural pocos están interesados en la investigación, porque la victoria es más atractiva. Es algo de vida o muerte… Obvio que el wokismo no es un régimen comunista represivo, pero no podemos negar que en las universidades haya un intento de promover el wokismo, principalmente en materias de raza o género, y a veces se usan métodos que emulanlos de países comunistas”, relataba desde su cátedra de la Universidad de Pensilvania.Maquiavelo, en su Príncipe, decía que siempre es mejor ser temido que ser amado. No le faltaba razón.

Lo cierto es que aún no habían explotado estas revueltas de estudiantes que hoy sacuden decenas de campus americanos, la mayor parte condensados en New York. En ellos rezuma una matriz de activismo contra la guerra de Gaza, edulcorado con altas dosis de antisemitismo. Además, se alterna el yoga con la violencia, mientras exigen que los gestores de las universidades corten lazos financieros con las compañías involucradas en el conflicto y en la ocupación Palestina. Sostenidos en cierta parte gracias a la infiltración de organizaciones profesionales sin relación académica, no se sabe muy bien si el disfraz es del del 15M español o más bien el griego contra los coronales o incluso el Occupy Wall Street del 2011. No es casualidad que suceda en un año bisagra: Biden -quien ha pedido tímidamente a Netanyahu cesar el fuego- se juega su futuro en las elecciones de noviembre.

Así se presenta la primavera en una América polarizada cuyo principal problema no es el racismo sino el conflicto de clases. De hecho, estudiar en el icónico campus de Columbia -epicentro de las últimas correrías académicas- cuesta noventa mil dólares al año. Así prosigue la elocuente -y profética- disertación de Zimmerman sobre una sociedad obsesionada con la pedagogía para imponer su particular arcadia. “Nuestras universidades no están en crisis porque acogen legiones de odiadores antisemitas. El problema es que la academia tiende a dividir el mundo en manera maniquea: estos son los buenos y estos los malos. Ya no se fomenta la discusión ni el pensamiento crítico”, y el miedo principal, como sucedía ya desde los tiempos del Maccartismo y la caza de brujas, es que cuestionar las formas de un acto pro Palestina lleva a ser tildado como proselitismoisraelí, y lo mismo sucede al revés.

Blanco o negro

Han pasado cincuenta años, pero nada ha cambiado desde entonces. La situación apremia, teniendo en cuenta la magnitud de los hechos, para rescatar, para evocar el artículo que el escritor, cineasta y poeta -Pier Paolo Pasolini- publicó en l’Espresso el 16 de junio de 1968 (Vi odio cari studenti. Il PCI aigiovani). Fue justo después de la Primavera de Praga, de las protestas juveniles parisinas de la Sorbona, del intento estudiantil por reconquistar la facultad de arquitectura de La Sapienza (Roma). En este caso, un ataque a la policía como símbolo de un movimiento social y político -en ebullición- que dividió la opinión pública: si muchos lo calificaron como el triunfo de un espíritu crítico -bramaba cambio y progreso- contra el yugo autoritario; otros lo vieron como un conformismo escondido que ponía en riesgo la socialdemocracia.

“Es triste. La polémica contra el PCI se tenía que haber hecho mucho antes. Llegáis tarde, hijos. No tiene ninguna importancia si entonces ni siquiera habíais nacido… Ahora los periodistas de todo el mundo (incluso las televisiones) os chupan (como creo que se dice en lenguaje de Universidad) el culo. Yo no, amigos. Tenéis la cara de hijos de papá. Buena raza no miente. Tenéis el mismo ojo malicioso. Sois miedosos, inseguros, estáis desesperados, pero sabéis cómo ser prepotentes, chantajistas y seguros: son prerrogativas del pequeño burgués, amigos. Cuando ayer en Valle Giulia habéis pegados a los policías… Yo simpatizo con ellos, porque los policías son hijos de pobres, vienen de los suburbios. Les visten como payasos… Por no hablar del estado psicológico en que se encuentran por cuarenta mil liras al mes (menos de 1.200 euros). Ya no sonríen, ni tienen amigos. Están separados en el mundo, están excluidos, porque la humillación que sufren se debe a la suplantación de una nueva identidad:fuera la de hombres por la de policías (ser odiados provoca odiar). Tienen veinte años, vuestra edad, queridos y queridas. Lógicamente estamos de acuerdo contra la institución de la policía, pero ¡cabrearos contra la magistratura y veréis!… Los jóvenes policías que vosotros -por vuestro sacro gamberrismo que viene de la Unificación- habéis pegado pertenecen a otra clase social. Lo de ayer es fue un problema de lucha de clase: vosotros, amigos (aunque tengáis razón) erais los ricos, mientras que la policía (los equivocados) eran los pobres”.

Para desmenuzar la ya complicada madeja con el fin de comprender mejor el asunto -de ayer y de hoy- basta citar la respuesta que dio Pirandello cuando le preguntaron quiénes somos: “Somos lo que cada uno ve en nosotros. Podemos ser uno, ninguno o cien mil”. En un intento por perseguir la ansiada -y siempre mutilada libertad- el escritor Milan Kundera fue mucho más allá, aunque lo hizo a través de los protagonistas de sus libros:“Hay algo peor que el fascismo y el comunismo. Es salir en procesión gritando todos -al unísono- las mismas palabras, las mismas sílabas”. Porque al final, lo complejo, es comprender cuál ha sido el acicate que ha impulsado la protesta, y si éste ha estado condicionado por la moral, la ética o simplemente las ganas de gritar y persuadir nuevos aliados para entonar mejor el mensaje y convertirlo en sistema, en profesión. Derribar al tirano para ser él.


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