El celular en la mesa. La tableta en la cama. El videojuego en la sala. Los aparatos están en todas partes y pueden convertirse en una extensión del cuerpo. La facilidad con que absorben la atención tiende a ser motivo de disputas y malentendidos entre padres e hijos, sobre todo cuando no hay acuerdos ni reglas. “Así como en otros aspectos del funcionamiento de una casa, es bueno que existan ciertos límites. En este caso es parte de los elementos que ayudan a que la comunicación no se cierre y que todo el mundo se mantenga en sintonía con lo que pasa en la familia”, opina la psicóloga familiar Grecia Gómez, de Escuela para Padres. “En cualquier caso, el manejo de la tecnología suele ser un reflejo más de las dinámicas familiares que creamos, de las prioridades que fijamos y de los valores que nos parecen importantes”, afirma.

“En casa nuestra regla de oro es que no traemos a la mesa celulares, tabletas ni videojuegos. Ese lugar sigue siendo nuestro recinto sagrado y Andrés y yo queremos mantenerlo así con nuestros hijos, como un lugar de comunicación, de compartir”, explica la animadora Eyla Adrián. “En otros aspectos sí nos ha costado más limitar el uso de aparatos, pero aun así nos ocupamos de conservar momentos que representen tiempo de calidad entre nosotros”.

Como padres de Victoria, Carlota, Matthias y Alan se enfrentan a un abanico de edades que presenta sus propios desafíos. ¿Cómo se han fijado las reglas de seguridad, por ejemplo, en el uso de redes sociales y dispositivos en su hogar? “Con mucha franqueza. Les hemos explicado que cuando uno le da ‘enviar’ a un mensaje, así sea en privado, siempre puede ser difundido. Les hemos dicho, por ejemplo, que no deberían hacerse fotos que no nos puedan mostrar porque lo que circula por Internet no tiene reversa; si una foto que se tomaron hoy les parece arriesgada, en unos años puede ser vergonzosa y por eso es necesario ser muy cuidadosos con lo que se comparte. También les enseñamos a estar alerta ante gente que empieza a pedir información o muestra conductas inapropiadas, o cuando vemos alguna situación que puede ser riesgosa en las redes de otros, les mostramos qué es lo que deben evitar para que estén pilas”.

Los beneficios. Adrián admite que no todo es amenazante y que la tecnología también aporta ventajas al intercambio familiar. “Obviamente tenemos nuestro grupo familiar de Whatsapp y de Instagram y por allí compartimos mensajes relevantes o memes que nos parecen divertidos. También hemos aprovechado aplicaciones educativas para practicar las tablas de multiplicar o aprender segundos idiomas, por ejemplo. Aparte de eso, todos nos seguimos unos a otros en nuestras redes sociales”, señala. ¿Cómo se logra ese nivel de confianza y accesibilidad con los hijos? “Para mí, todo va en el ejemplo. Ellos me cuentan sus cosas porque, desde siempre, antes de preguntarles cómo les fue, yo toda la vida les he contado primero cómo me fue a mí”.

Para Gómez, ciertamente los grupos y redes pueden ayudar a unir a la familia. Al compartir cosas que a otros les pueden gustar, el mensaje que transmitimos es que los tenemos presentes o que valoramos sus intereses. “Eso es positivo porque es una forma más de intercambio y de reconocimiento”, apunta. “También es valioso que los hijos le enseñen a los padres o a los abuelos lo que saben en el manejo de la tecnología, porque se valoran las habilidades de cada uno y queda en evidencia que siempre hay algo que podemos aprender unos de otros, más allá de nuestra edad o de nuestro papel en la familia”.

La conciencia del presente. En el hogar de la animadora Cynthia Lander han optado por posponer el inicio de la interacción intensiva con la tecnología. Con dos niños de 5 y 3 años de edad, les parece que aún no es el momento. “Sentimos que Sebastián y Oscar están demasiado pequeños todavía para ponerlos a jugar con tabletas y celulares. A ratos les prestamos los nuestros y allí no tienen juegos interactivos, así que de hecho no los saben usar. Los dejamos ver un ratico de comiquitas por YouTube o videos de otros niños jugando cosas que ellos después intentan. Es un uso restringido a una o máximo dos horas, porque preferimos que aprendan primero otras habilidades y destrezas: que armen cosas con las manos, pinten, que corran, brinquen y suden con otros niños, que jueguen con tierra”, apunta Lander.

¿Por qué lo hace? En principio, la consigna es procurar que sus hijos aprendan a vivir en el presente y está clara en que largo plazo no podrá controlar tanto el acceso que tengan a la tecnología. “Pero, mientras tanto, su papá y yo podemos correr esa arruga porque nos interesa que no se abstraigan continuamente, sino que sepan estar disponibles para el mundo que los rodea y aprender a resolver problemas de distintas formas. Como no sabemos hacia dónde va el curso de la humanidad, esas habilidades me parecen fundamentales. Hasta el hecho de caerse y rasparse es una experiencia que necesitan tener porque son cosas que forjan el carácter y les enseñan que son capaces de reponerse y seguir adelante”.

Mientras pueda, asegura que pospondrá que sus hijos tengan sus propios equipos. Primero, porque no siente que sea indispensable que un niño pequeño tenga un aparato de tecnología de avanzada. “Además de que no valoran la relación precio-valor, probablemente estemos promoviendo que se sientan insatisfechos o frustrados si en un momento dado no pueden tener lo que esté de moda”.

Tampoco avala su uso en función de la conveniencia de los padres. “Es verdad que a veces uno está cansado o tiene que trabajar y la solución fácil puede ser que los niños se emboben con un aparato para que “se porten bien’ Y el niño efectivamente puede estar tranquilo, a salvo y limpio, pero en realidad lo estamos aislando, lo estamos separando de nosotros. Por difícil que resulte, tenemos que encontrar el tiempo para estar plenamente con nuestros hijos: escucharlos, verlos a los ojos, tocarlos, abrazarlos, curarles el raspón, jugar con ellos. Si todos los niños recibieran ese contacto constante durante su crecimiento y a lo largo de su vida, creo que tendríamos adultos más equilibrados y un mundo menos hostil”.

El dilema de la privacidad. ¿Qué pasa cuando se va dejando atrás la infancia y la sed de individualidad aparece para resguardar lo que se comparte entre pares? “Desde pequeños, así como nos ocupamos de averiguar quiénes son sus amigos más cercanos, también deberíamos estar atentos a sus relaciones en la red. Si no conocemos personalmente a esos contactos, al menos saber quiénes son. Esa sería una supervisión razonable y debe abordarse con naturalidad desde muy temprano, no como una inquisición”, considera Grecia Gómez. “Es más complicado cuando jamás nos hemos preocupado por conocer a sus amistades ni nos ha interesado nunca qué hacen en Internet, y que cuando cumplan 12 o 13 años nos pongamos a supervisar repentinamente o en exceso. Así cualquiera se siente invadido”.

Sin embargo, también apunta que hay un momento del desarrollo en el que la privacidad es una etapa importante que hay que respetar, y que puede ser un periodo fácil o difícil de aceptar según el grado de madurez y la personalidad de cada uno, así como de la evolución de esa dinámica familiar.

“Si nuestra relación ha sido buena, confiamos en lo que hemos enseñado y sabemos respetar esa necesidad que tienen él o ella de probar el control sobre sus cosas, generalmente es una fase que pasa y de manera progresiva ese hijo vuelve a compartirlas”. Pero si, por el contrario, se le responde desde la crítica, el rechazo, la invasión o el cuestionamiento, se genera el efecto contrario. “En esa etapa es preferible ser prudente. Eso no significa dejar de interesarse, sino que ese interés sea percibido en función de su bienestar: ‘porque eres mi hijo/a, te pregunto de todos modos porque siempre me va a importar cómo estás y cómo te sientes. Respeto lo que decidas guardarte, pero si necesitas compartir algo, estoy aquí para ti’. Más allá de que los hijos estén más o menos dispuestos a comunicarse, mantener abierto ese canal de conexión siempre es la responsabilidad del adulto. Nuestro interés en conectarnos con ellos nunca debe cambiar”.

¿Qué le recomienda Eyla Adrián a los padres que solo ven peligros o dificultades en el mundo digital? “Que no le tengan miedo. Es verdad que a veces es un mundo abrumador porque todo avanza muy rápido, pero hay que hacer el esfuerzo de entenderlo e involucrarse porque es un elemento que llegó para quedarse: allí están cada vez más inmersos nuestros hijos y no deberíamos quedarnos afuera. Literalmente se trata de adaptarse o morir”.


Castigos inútiles

Muchos padres aplican la remoción de dispositivos o el acceso a la red como un castigo cuando el niño o joven actúan de manera inadecuada. “Es ese mismo razonamiento de que si no sacas buenas notas, te saco del fútbol. Primero, eso no soluciona el problema ni llega a la causa de lo que esté pasando. Más bien genera resentimiento o más rebeldía”, explica Grecia Gómez. En esos casos es más útil para los padres tratar de identificar qué está pasando y pedir ayuda si es necesario, así como estar abiertos a nuevas opciones. “Si definitivamente nos preocupa que nuestro hijo esté mucho tiempo en la calle por la inseguridad o queremos conocer más a sus amigos, quizás abrir nuestra propia casa para que se reúnan sea parte de la solución”.


La tableta-niñera

Se ve en consultorios, restaurantes, aeropuertos y bancos. En cualquier sitio en el que pueda haber “tiempo en blanco”, algunos padres automáticamente ofrecen a los niños la misma tableta que buena parte del tiempo es motivo de disputa porque no la sueltan ni para comer. Esta doble actitud de los padres, además de resultar confusa, debe ser motivo de reflexión.

“Una cosa es que le ofrezcamos a los niños la tableta en un momento dado porque sabemos que los va a distraer y eso en sí mismo no es cuestionable. El problema está cuando se la entregamos continuamente como un sustituto de nuestra atención, bien porque preferimos ocuparnos de otra cosa o porque no queremos hacernos cargo de la necesidad de juego o atención que ellos tengan en ese momento. Cada vez que se la demos tenemos que preguntarnos para qué lo estamos haciendo, porque nuestra conexión con ellos siempre debe estar disponible”, puntualiza Gómez.

Al mismo tiempo, hay padres a los que les preocupa que el niño se pueda aburrir y se sienten responsables de entretenerlo, cuando la verdad es que darle un aparato no es la única solución. “Es sano que ellos mismos aprendan a manejar su tiempo libre y descubran sus propias formas de distraerse”.


Perspectivas distintas

Puede ocurrir que uno de los padres sienta que el uso de la tecnología de sus hijos es excesivo y a otro le parezca inocuo. “Pasa mucho con el uso de los videojuegos o del teléfono, pero al momento de decidir qué hacer al respecto es importante ponderar la opinión del otro, porque quizás está viendo algo que yo no veo”, propone la especialista. Si el aislamiento del niño o del joven es notable, o si su actividad en general se ha reducido solo al uso de estos aparatos, no está de más tratar de identificar por qué está ocurriendo o si solo responde a que no tiene otras opciones, por ejemplo. “Pero esa conducta no debería derivarse de nuestra indiferencia o de nuestro propio uso excesivo, porque tampoco tendremos autoridad moral para recanalizarla”.

Como en todo, muchas conductas parten del ejemplo. Si el niño percibe que el intercambio en familia es accesorio y capta en los adultos que está permitido aislarse, se habituará también a no participar o no expresarse. “Más que ser policías, debemos siempre integrarlos e integrarnos”.


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