María Antonieta sobrevivió cuatro años a la Revolución Francesa: no fue ejecutada de inmediato en 1789 cuando todo estalló. Pero sufrió un calvario de escondites y agravios. Su suerte terminó de cambiar definitivamente para mal cuando en enero de 1793, Luis XVI, el rey y su esposo, fue decapitado. Desde allí, su existencia no pudo más que seguir la inercia del hundimiento.

La revolución comenzó, entre muchos otros factores, como un estallido social en contra de la familia real. Era tal la opulencia de la corte y, a la vez, era tanta la hambruna y la pobreza que sufría el pueblo que desató un inevitable levantamiento armado. La monarquía fue finalmente abolida en septiembre de 1792. Los miembros de la corona fueron encarcelados en la torre de Temple, una fortaleza medieval ubicada en París. Allí, María Antonieta pasó encerrada el último año de su vida en compañía de sus hijos hasta el traslado a la Conciergerie.

Despojo total

La última morada de la viuda fue la cárcel conocida como la Conciergerie, una antigua fortaleza convertida en prisión de la República desde agosto de ese mismo año. María Antonieta la estrenó aunque nada tenía en común con sus viejos palacios. Era la prisionera número 280. Naturalmente, las condiciones distaban un abismo de sus abundantes épocas de reina; la celda era oscura, húmeda y siniestra. Lo único que la separaba de los guardias que la vigilaban era una cortina primero y un biombo después. De acuerdo con lo que cuenta la biografía María Antonieta, la última reina, de Antonia Fraser, una historiadora irlandesa en cuyo libro se basó la película María Antonieta dirigida por Sofía Coppola, se distrajo leyendo Los viajes del Capitán Cook en un volumen prestado por un carcelero.

El juicio duró dos días. Comenzó con una sesión de 15 horas el 14 de octubre y otra de 24 horas entre el 15 y el 16. Después de pasar diez semanas en la Conciergerie, el encarcelamiento de la reina llegó a su fin. El veredicto del jurado fue tajante. Eran las 4.30 de la mañana cuando oyó su sentencia: muerte por guillotina.

Su salud

María Antonieta lucía demacrada pero digna. “A sus 37 años aparenta 60 y su salud está severamente deteriorada como consecuencia de las hemorragias que sufre”, describe el libro Reinas malditas de Cristina Morató, una periodista y escritora española reconocida por sus biografías. Así y todo, se mostró serena cuando se pronunció la condena a la pena capital. Inculpada por traición, se la acusó de conspirar contra Francia, de dedicarse solo a satisfacer sus insolentes caprichos en fiestas, lujos y confort, de quebrar al país y de supuestamente haber mantenido una relación incestuosa con su hijo Luis Carlos.

Respecto de esta última acusación, durante el juicio, el niño acusó falsamente a su madre y a su tía, Madame Isabel, de haberlo obligado a participar en juegos sexuales. Cuentan que frente a este hecho, María Antonieta, furiosa, suplicó a las mujeres presentes en el lugar que la defendieran y exclamó: “La naturaleza rechaza semejante acusación hecha a una madre. ¡Apelo a todas las madres de esta sala!”.

Luego de leída la sentencia, impasible en su actitud, tomó la palabra y dijo: “Yo era una reina y tú me quitaste mi corona. Mataste a mi esposo y me has privado de mis hijos. Solo me queda mi sangre: tómala, pero no me hagas sufrir más tiempo”. La condena se cumplió unas horas después.

La última carta de María Antonieta

No le permitieron despedirse de sus hijos ni de nadie. María Antonieta se encaminó hacia su muerte enferma y en soledad. En sus últimas horas, le escribió una carta a su cuñada, Madame Isabel: “Me acaban de condenar, no a una muerte honrosa, que solo lo es tal para los criminales, sino a que me reúna con vuestro hermano, el rey. Al igual que él, soy inocente, y espero poder mostrar la misma firmeza que él en los últimos instantes. Me siento tranquila como cuando la conciencia nada puede reprochar. Me embarga un profundo pesar por tener que abandonar a mis pobre criaturas”. La carta fue interceptada y nunca llegó a destino. En cambio, fue entregada a Robespierre y estuvo desaparecida hasta 1816, cuando salió a la luz con motivo de la restauración borbónica en Francia con Luis XVIII.

Antes de cumplir con el veredicto final, a María Antonieta le cortaron el pelo. Cuentan que su verdugo, Henri Sanson, hijo de quien había ejecutado a su esposo, se guardó algunos mechones. Una vez preparada con un vestido blanco –que era el color tradicional de las reinas viudas en Francia-, fue trasladada en un carro junto con el encargado de accionar la guillotina y acompañada también por un sacerdote designado por el Tribunal Revolucionario. La reina no quiso confesarse porque no le permitieron elegir a un cura de su confianza.

Una multitud enardecida

María Antonieta recorrió lentamente y por última vez las calles de París con las manos atadas a la espalda y rodeada de un ejército de 30 mil soldados que formaron una barrera a lo largo del camino que la separaba de la plaza de la Revolución (actual plaza de la Concorde).

Un mar ondulante de gente la esperaba allí. Nadie quería perderse el espectáculo de la muerte de la reina más odiada por el pueblo. Era el mediodía y la plaza hervía en un otoño naciente. Con el recuerdo de la vida liviana y amable que había llevado en otros tiempos, María Antonieta bajó del carro con la frente en alto y la convicción, tal como le había escrito a su cuñada, de que iba a encontrarse con su esposo.

Unos 10 mil curiosos contemplaron cómo la reina pisó, sin querer, a su verdugo y pronunció las que serían sus últimas palabras: “Señor, le pido perdón, no lo hice a propósito”. A diferencia de Luis XVI, no pronunció ningún discurso antes de morir. A las 12 y cuarto, la guillotina cortó la cabeza de la reina de una sola vez. El verdugo la levantó para mostrarla a la multitud hambrienta de sangre que gritó: “¡Viva la República!”.


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