Hablar de cocina callaoense es abrir un cofre de joyas gastronómicas que conocí en épocas de esplendor y que me permito lucir como cocinera para rendir homenaje a El Callao y a su gente. Al pueblo lo conozco desde que nací. Lo visité todos los carnavales con mi papá, Juvenal Herrera –periodista y cineasta que nació allí– y mi mamá, Nora Wulff, que era de Ciudad Bolívar y se enamoró de él, de su pueblo, su gente y sus costumbres, aprendió de su condumio y fue adoptada por todos como una hija más.

Al llegar a El Callao, el sábado de carnaval, y después de saludar a la Negra Isidora, visitábamos a doña Urania Muratti. Nos recibía con accrás, torrejas hechas con una mezcla acuosa de harina de trigo, ocumo rallado, bacalao desalado y aliños, que freía en aceite de oliva.

Al mediodía, ya en casa –el Herrera Hilton como cariñosamente la llamaban– mi mamá y mis tías paternas, Hilda y Consuelo Herrera, preparaban un pelao, arroz con pollo condimentado con curry al que se le añade el caldo del ave y cerveza, aceitunas, alcaparras, cilantro y un rocío de quinchonchos frescos que se agregan al finalizar la cocción. Los comprábamos en Santa María, uno de los caseríos en los que nos parábamos rumbo a El Callao para llevar catalinas, queso telita y de cincho, granos y casabe.

Desayunábamos dumplings en el mercado municipal de El Callao. La bolita de masa de harina de trigo, huevos y mantequilla, que se estira con rodillo y se fríe en abundante aceite hasta que se infla por ambas caras, se come sola o rellena con guisos de carne, pollo o asadura con toques de curry, o quesos de la región. El mercado todavía la ofrece, además de arepas, empanadas, bollitos, sopas “levantamuertos” de res, gallina o pescado, mondongo y menestrones de paticas de cochino y granos.

El domingo nos ataviábamos con el traje de “madama” –vocablo proveniente del francés madame que honra a las primeras pobladoras de El Callao– compuesto por una bata colorida, una enagua de encaje que apenas se deja ver, chal y pañoleta almidonada, para el tocado o el moño y orfebrería callaoense. Íbamos a misa y recorríamos el pueblo bailando en comparsa junto a diablos y disfraces. Las madamas Lourdes Basanta y Miguelina Conde, y el padre Ramón Fajardo, preparaban un alegre calalú, sopa espesa a cuyo caldo base le da sabor un hueso de jamón serrano y que lleva hojas de ocumo, quimbombó, tocineta, cebollas, ajíes dulces y, en tiempos de opulencia, cangrejos o camarones. La acompañábamos con un banán pilé, bola de plátano pintón hervido y majado con mantequilla.

A esas alturas del carnaval quien lo ha disfrutado como es, está afónico. Debe proveerse de una botella de “yinyabié” o ginger beer –refresco de jengibre fermentado con azúcar y arroz, que se toma solo o mezclado con ron o cerveza– en casa de los Muratti o los Pisani, para que retorne la voz y la energía perdida.

Despertar el lunes a las 4:00 am con el canto a capella de la comparsa de la madrugada, llamada “In The Morning”, no tiene precio. Tampoco relamerse los labios aún con el sabor del papelón y el negro humo que cubre a los “medio pinto”, hombres que salen a la calle el domingo de carnaval para pintar con la mezcla a quienes no les den dinero.

Ese día don Carlos Small y su esposa Stella nos recibían con una sopa agridulce de origen trinitario, a base de patas de cochino y res, mondongo, encurtidos, mango pintón y pepino, llamada sauce. Un manjar lleno de contrastes y sabores que puede tomarse como sopa o como plato principal, sin líquido, con arroz blanco, caraotas y tajadas. Se servía en vajilla inglesa, sobre una mesa vestida con mantel blanco fino, en un comedor por el que desfilaban, por tandas, más de 70 personas.

El martes comíamos los roti encargados a la madama Victoria Torrealba, pan de la India relleno con guiso de pollo, cordero o camarones al curry y, entre comparsas, algún nativo nos ofrecía pigeon peas and rice: arroz con quinchonchos al curry. Ese día, a la medianoche, termina el carnaval.

Pero la hospitalidad y alegría del callaoense quedan grabadas en el alma de todos. Su legado gastronómico, exótico y variado, guardado celosamente, que ha subsistido puertas adentro de generación en generación, merece ser exaltado dentro y fuera de nuestras fronteras como testimonio de un gran pueblo que no solo es rico en oro y en manifestaciones folklóricas.


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