Los platos de Carlos Hernández Coll son de todo menos tímidos. Nunca piden perdón por su autenticidad. Este cocinero zuliano, con 19 años de carrera al cinto –formado en el Instituto Culinario de Caracas, y forjado en cocinas como las del restaurante Sibaris, el hotel J.W. Marriott en Caracas, el Kristoff de Maracaibo y más recientemente en el Intercontinental de esa ciudad–, centra su propuesta en rescatar los productos y la memoria del estado en el que nació, con todo el desparpajo y el sabor que encierran. Así, sin complejos, fue como instaló un carrito de mandocas en el lobby del cinco estrellas, que ha resultado el furor.

“Apelo al sentimiento nacional, que es algo a lo que todos siempre nos podemos aferrar”, explica Hernández, quien también tiene una licenciatura en Ciencias Políticas en la Universidad Rafael Urdaneta. Criado entre cocinas de restaurantes –sus padres, arquitectos, los diseñaban–, este chef recurre a los platos que recuerda, en una síntesis de la despensa zuliana con las técnicas contemporáneas. Considera que, de la cocina venezolana, la zuliana es una de las que combina más sabores. Es autóctona y está orgullosa de serlo. En esa fortaleza “trimollejúa” se apoya. “No paramos, tratamos siempre de inventar y estamos preparando unas sorpresas, ahora que viene la Feria de la Chinita”, adelanta.

Sin embargo, reconoce que no siempre fue así. “Llevo ocho o nueve años aprendiendo a ser maracucho. A veces nos pasa que por mucho libro y pasantía en Europa uno se distrae, pero los sabores de la infancia nunca se olvidan. Un buen arroz con pollo, un patacón, una hamburguesa bien hecha… Hacer una mandoca o un tumbarrancho no significa que no sea gourmet. Cocino desde lo que siento y me gusta jugar con esa memoria del comensal, porque al maracucho le gusta echar broma y es fosforescente, vivo, hace lo que le da la gana. Me gusta representar esa rebeldía en nuestra forma de cocinar”. En las redes comparte su Warisyorlava. “A los cocineros siempre les preguntan ‘what is your love?’. Yo lo transformé como me sonó, que es lo que hacemos los maracuchos con el inglés”, dice con gracia. “Así llamo yo al sentimiento con el que trabajo, ese con el que respetas el producto local y le das importancia a que uno es todo y todo es uno”. Esta filosofía la expresa en talleres, en los que invita a replantearse los ingredientes y sacarles el máximo provecho.

Su forma de afrontar la crisis pregona la calidad. “A pesar de que la situación no sea fácil, estamos abocados en ofrecer el mejor servicio posible. Procuramos que la relación precio-valor sea real, que las cosas estén bien hechas, en atender a la gente no por una propina sino para que se vayan contentos”. No sabe si los cocineros venezolanos que han probado suerte en otras tierras regresarán. “Pero muchos de los que se quedaron aportan tanto… Lo que promuevo es recuperar el valor del esfuerzo, el sentido de pertenencia, aprovechar lo que tenemos”, afirma el chef. “Yo no me quiero ir. Sueño con una Venezuela en la que pueda salir de mi trabajo en la noche e irme a mi casa caminando, echando vaina. Que los restaurantes, las escuelas, las tiendas, las bibliotecas, todo esté full. Quiero estar ahí cuando eso pase. Me veo en ese país y estoy trabajando para eso”.


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