En castellano se escribe esnob, pero la tentación es escribir snob, la versión inglesa del término. Ya de entrada nomás se plantea el problema de nuestro esnobismo. Es que para nombrar aquello acerca de lo que queremos hoy referirnos tenemos que elegir si decirlo de acuerdo con la Real Academia de la Lengua Española o apelar a la versión inglesa del término, en función de ese extraño metejón que tenemos con la lengua de Shakespeare y Donald Trump. Las razones que obran para que decidamos en una u otra dirección mucho tienen que ver con lo que acá queremos compartir.

A la vez que definimos el uso castizo de la palabra, nos abocaremos a reflexionar sobre aquello que significa ser un esnob según los términos en los que lo describe la RAE: «Persona que imita con afectación las maneras, opiniones, etcétera, de aquellos a quienes considera distinguidos».

Claramente, nos metemos en camisa de once varas. Es que ya es un poco esnob hablar del esnobismo y, sobre todo, criticarlo por ser ejercido por esos «otros» a quienes se señala con sorna y aire de superioridad moral. Esa tentación de «esnobearla» jugando a no ser esnobs no nos es ajena y veremos cómo la soslayamos en estas líneas, si es que lo logramos, claro.

Quizá la palabra «esnob» sea de esas destinadas a aletear entre nosotros, sin que la podamos atrapar en un significado claro y distinto a la hora de llevarla a tierra. Al fin y al cabo, no hay solamente un esnobismo, sino muchos. Aquello de «imitar con afectación» a quienes se considera «distinguidos» es el fruto de un patrón universal que tiene hondas raíces psicológicas, sociológicas y antropológicas, entre otras, y su objetivo es que podamos sentir pertenencia al «sector Alfa» de la humanidad, evitando caer en el abismo de los «comunes».

Ser o pertenecer, según el esnobismo

Ser esnob significa ser eco de una tendencia más o menos exclusiva en clave de vanguardia, mientras «la gilada» quedó atrás. Nuestra parte esnob no solamente disfruta de pertenecer a algo de avanzada o de moda, sino, sobre todo, evitar pertenecer a la retaguardia.

Sabemos que puede ser esnob despreciar una red social en favor de otra supuestamente más actual y glamorosa, leer a Nietzsche, usar una marca determinada de ropa, abundar en un lenguaje sarcástico y corrosivo, escuchar ópera o a Los Redondos, buscar con frenesí todo aquello que sea “exclusivo” o beber una marca de vino determinada. Insistimos, cada una de las acciones dichas puede ser vivida desde el esnobismo, o no. Ocurre que la “esnobeada” no es “la cosa” en sí, sino la actitud que tenemos ante ella. No en vano el perspicaz lingüista que escribió la definición en el diccionario apuntó a la “afectación”, es decir, al grado de sobreactuación e inautenticidad que permite descubrir (si sabemos ver) al esnob y distinguirlo de aquellos que no lo son.

La esencia del esnobismo viene de una mirada competitiva del mundo, con superiores maravillosos y con inferiores que merecen pena o desprecio. Claramente, cuando actuamos nuestro esnobismo queremos ser superiores o, más aun, queremos que otros sean inferiores, lo que no es lo mismo.

Lenguaje inclusivo, uso de palabras extranjeras, lectura de Borges, amigos o conocidos famosos… La lista puede ser interminable, ya que todo puede ser vivido desde el esnobismo, hasta incluso la simplicidad de la alpargata o la utilización de un lenguaje «popular».

“Nada de lo humano nos es ajeno”, decían, por lo que vale una amable mirada sobre nuestro “esnob interior”. Es inseguro y frágil el pobre. En un mundo cruel, el esnobismo es un refugio de cristal, pero refugio al fin. Como juego, a veces es divertido, pero si lo tomamos demasiado en serio termina siendo una cárcel de la que mejor salir pronto para que no se derrumbe con nosotros adentro.

Por Miguel Espeche


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