Hacia 1940, en la cárcel de Vitebsk y durante una requisa, un guardia encuentra un papel en el saco de un viejo judío y le pregunta: 

―¿Qué es esto? ¿Dólares? 

Y el viejo le responde: 

―No. Es una fotografía de mi hijo, el capitán del Ejército Rojo Natán Avrámovich Zygfeld. 

―¿Por qué estás preso? 

―Por perjudicar a mi gremio artesanal. 

―Un saboteador de la manufactura soviética no tiene derecho a guardar en su celda la fotografía de un oficial del Ejército Rojo. 

―Pero es mi hijo… 

―Cierra el pico, en la cárcel no hay hijos. 

Y durante el traslado al campo, cuando el tren pasa por Leningrado, un preso delincuente que jugaba cartas con otros se levanta y le ordena al coronel Szlowski, preso político: 

―¡Tu abrigo, dámelo! Lo acabo de perder en el juego. 

El coronel, atónito, puestos los ojos como platos y, sin cambiar de postura, se encogió de hombros. 

―O me lo das ahora mismo, ¡o te saco los ojos! 

Szlowski se levantó con parsimonia y le entregó el abrigo. 

Las dos escenas son narradas por el polaco Gustaw Herling-Grudziński en su libro Un mundo aparte, donde cuenta su martirio de dos años en el campo de trabajo del Gulag en la región de Arjangelsk, que encerraba a 30.000 presos en toscas cabañas construidas con ramas de abeto. En invierno era común el descenso de la temperatura a -40°C. La comida consistía en unos 300 gramos de pan negro y un plato diario de sopa caliente. Frecuentes eran los gritos y gemidos proferidos por los presos políticos asesinados a manos de los urkas (comunes). Abundaban la pelagra y la ceguera nocturna provocadas por la avitaminosis. A Timosha, una débil muchacha la violan siete urkas. El ferroviario Ponomarenko, viejo bolchevique, después de 10 años de cautiverio, muere de infarto cuando le comunican que su condena ha sido prolongada indefinidamente. El caso de Mijaíl Kóstylev: educado dentro de la más rígida ortodoxia del marxismo, empieza a dudar luego de leer en una vieja biblioteca de Vladivostok a Balzac, Flaubert, Sthendal, y Constant; lo apresan en 1937 junto con el dueño de la biblioteca, lo someten a crueles torturas, lo envían al campo de trabajos, y allí se mata echándose encima un cubo de agua hirviente. Frecuentes eran los accidentes de trabajo y alta la mortalidad. El hospital quedaba a 50 km y había presos que ocultaban la muerte que ocurriera de algún compañero para así cobrar sus vales para la sopa y el pan. Uno de los trabajos más extenuantes era la tala del bosque situado a 6 km: de sol a sol, hundidos los cuerpos en la nieve hasta la cintura. Los presos cobraban una miseria por su trabajo. Por año y medio de labor Gustaw recibió apenas 10 rublos, porque le fueron descontados los gastos de su alimentación y los de mantenimiento de su barracón, ropa y costos de administración. Por eso escribió:

“Fue para mí todo un consuelo enterarme de que yo mismo me pagaba la cárcel, incluyendo a los guardias que me vigilaban y a los espías de la tercera sección que aguzaban el oído para saber si con lo que yo decía en el campo me granjeaba una segunda condena”. 

Algunos presos se mutilaban dedos de la mano para evitar el penosísimo trabajo de la tala. Otros tomaban los cadáveres de los que morían en el trabajo y los confundían con los troncos aserrados para así aumentar fraudulentamente el volumen de su carga trabajada. 

Un preso de nombre Pamfilov, un cosaco del Don, era un antiguo kulak (campesino rico) despojado de sus tierras durante la colectivización. Gustaw lo describe como testarudo, bravo, tacaño, desconfiado y trabajador. Odiaba los koljoses (granjas colectivas) y todo lo soviético. Pese a ello, reprimiendo su innata desconfianza, trabajaba más que nadie, pues creía de veras que con su mayor y más concienzudo esfuerzo, acabaría ganándose una visita de su hijo. Para su malestar, el hijo le respondía en cartas donde incluía alabanzas al poder soviético, cosa que entristecía a Pamfilov. Hubo una larga pausa en la correspondencia del hijo. Pamfilov creyó que su hijo había sido ganado definitivamente por el bando comunista, y cayó en la depresión. Trabajaba de mala gana. Hasta que un día, de improviso, se presentó el hijo con un contingente de soldados y oficiales ¡condenados todos a 10 años de trabajos forzados en la región por haberse rendido en la guerra ruso-finlandesa de 1940! Y Pamfilov volvió a ser el trabajador terco y paciente de antes.

En el campo hubo un hecho nunca visto: la proyección de la película El gran vals, de la Metro Goldwin-Mayer, sobre la vida de Johan Strauss, dirigida por Julien Duvivier y Victor Fleming, e interpretada por Luise Rainer, Fernand Gravey y Miliza Korjus. Gustaw cuenta al respecto:

“Jamás habría creído que se pudiera dar una situación en la cual una película musical americana normal y corriente –llena de mujeres con polisones, hombres con chaqués ajustados y chorreras, deslumbrantes lámparas de araña, melodías sentimentales, bailes y escenas de amor– fuera prácticamente capaz de poner ante mis ojos el paraíso perdido de una época pasada. Me aguanté las lágrimas, sentí una fiebre que me estrangulaba con los latidos acelerados del corazón, me toqué el rostro ardiente con las manos frías. Los presos contemplaban inmóviles la película, en la oscuridad solamente veía bocas abiertas y ojos que absorbían con pasión todo lo que ocurría en la pantalla… ‘¿Viviremos alguna vez también nosotros como personas? ¿Terminará esta oscuridad sepulcral que nos rodea, esta muerte en vida?’. Estas preguntas las hizo alguien a mi lado. 

Gustaw Herling (1919-2000) escribió su libro entre 1949 y 1950. Fue publicado en español por Libros del Asteroide en Barcelona, 2012, y lleva un prólogo escrito por Jorge Semprún (1923- 2011) en 1985. Semprún afirma que lo leyó de tirada en 1970 en su edición inglesa. Para ese momento no existía su traducción al francés, a pesar de ser, según sus palabras, “un texto con valor ético y literario tan grande”. Cita la opinión de Bertrand Russell: 

“De los muchos libros que he leído sobre experiencias de las víctimas de las cárceles y los campos de trabajo soviéticos… es el más impresionante y el mejor escrito. Este libro posee una extraña fuerza descriptiva, sencilla y vívida, y es absolutamente imposible dudar de su sinceridad en todos los aspectos”. 

Y cita además las líneas que le escribió Albert Camus a Gustaw Herling en 1956: 

“Su libro me ha gustado mucho y he hablado de él con entusiasmo”. 

Y agregaba que Un mundo aparte debía ser leído “tanto por lo que es como por lo que dice”.


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