Tierra arrasada dijeron al ganar las elecciones. Anunciaron fritangas de cabezas blancas. Traían in pectore la Constitución guillotinada, o más bien agonizante. En verdad, esa hubiera sido la palabra más exacta. Aquel acto inevitable en el Congreso Nacional merece, quizás, más que un recuerdo porque en el transcurrir del protocolo se distanciaban simultánea e históricamente dos destinos, el fin de una etapa civil y democrática, y la llegada de un régimen militar y autoritario travestido de revolución, aunque en realidad no era más que la etapa inicial de un proyecto unipersonal.Contaba una de sus más cercanas colaboradoras que, cuando se supo presidente, en las horas siguientes fue radical: ahorró sus sonrisas, se despojó de los escasos e incómodos modales recién adquiridos especialmente para la campaña electoral y su manera de hablar retornó al lenguaje de cuartel. Miquilena recordaba que era impredecible al tomar un micrófono entre sus manos y que todo aquello que se ensayaba previamente terminaba en una serie locuras que se le iban ocurriendo y que las decía como si fueran verdades reveladas. Igual fantaseaba proyectos faraónicos y proponía alianzas mundiales irracionales y condenadas al fracaso porque sólo él era capaz de creer en ellas.Alfredo Peña, cuando era secretario de la Presidencia, no olvidaba el día en que luego de una larga y fatua recepción en La Casona, que finalizó al comienzo de la madrugada, el presidente le telefoneó una hora después para decirle dos cosas: que eliminara para siempre las recepciones en La Casona y que no quería ver nunca más en Miraflores a la esposa de José Vicente.¿A qué vienen todo estos recuerdos y habladurías? Pues quizás y a lo mejor al simple hecho de que hemos llegado al final de una estúpida época que nos expropió la felicidad y la convirtió durante estos años en un oscuro objeto del recuerdo.  


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