Así quedó una maternidad en Lugansk, en el este de Ucrania

Lviv. Olga no come desde hace días. Pero no porque ya casi no había comida en Rubezhnoye, ciudad de 60.000 habitantes de la disputada región de Lugansk, en el sureste de Ucrania, de donde viene. No come porque se le cerró el estómago debido al horror del que fue testigo en su tierra, donde dice haber visto demasiada destrucción y sangre.

Al huir de allí, incluso vio una «montaña de cadáveres apilados» de civiles, mujeres, ancianos, niños, en medio de la tierra de nadie. En ese infierno aún quedan atrapados bajo los bombardeos su esposo, Serguei, su hijo, su nuera y nieta de 5 años de edad y su hermana junto von tres nietos.

«No sé cómo están, no pude hablar con ellos recientemente porque las comunicaciones están cortadas, no hay luz, no hay agua, no hay calefacción. No pueden salir porque están disparando y para calentarse ya están prendiendo fuegos en los apartamentos», cuenta, con ojos llenos de espanto.

Olga aún está en shock y aterrada. No quiere fotos ni videos. Hasta desconfía cuando le hago preguntas a través de un intérprete. Llegó a la una de la mañana después de más de 20 horas de un tren de evacuación a la estación de Lviv, punto de arribo de quienes huyen desde el martirizado este de Ucrania. Y está ahora en un centro para refugiados que han abierto en la universidad católica de esta ciudad.

Julia, la coordinadora del lugar, dice que es un refugio transitorio donde la gente se queda un máximo de 6 días, toma un respiro después de más de 20 días de guerra y de unos viajes de la salvación siempre infernales, y luego decide qué hacer, dónde ir. Las opciones son quedarse aquí, en el oeste -que ya tampoco es algo seguro porque aquí también comenzaron los ataques y suenan todas las noches las sirenas -, o irse al exterior, como han hecho ya 3 millones de ucranianos.

El edificio de departamentos donde vivía Olga en Lugansk. Foto: LN

Olga, enfermera de 53 años de edad, está sentada en una aula del segundo piso de la universidad -la primera y única católica en una exrepública soviética-, que se ha convertido en un gran dormitorio. En lugar de bancos ahora hay diversos colchones inflables eléctricos y personas acampadas por fin en un lugar calefaccionado, donde hay una ducha y asistencia. Entre los refugiados hay personas vulnerables, ancianos con discapacidad, un niño autista que de vez en cuando grita.

«Estoy viva de milagro, los rusos bombardearon el hogar de ancianos donde trabajaba, que se encuentra en un bosque en medio de la frontera de Ucrania y la parte controlada por Rusia. El ataque fue el 13 de marzo, yo fui a trabajar y desde las 2:00 pm hasta la 1:00 atacaron. Todos corrimos al subsuelo, pero muchos no estaban en condiciones de hacerlo. Pensé que me moría, todavía no sé cómo logré irme y salvarme», relata, temblando.

La mujer agarra una botella de plástico de agua para explicar mejor la situación: «Las bombas caían alrededor, los enfermos no podían salir, quedaron todos debajo de los escombros», precisa Olga, que no habla en ucraniano sino en ruso como la mayoría de esa región del Donbass, donde se libra una guerra olvidada desde 2014 que cosechó más de 10.000 muertos. Pero que con la invasión de ahora recrudeció como nunca porque Vladimir Putin está obstinado en tomar a sangre y fuego el control de esa zona estratégica de Ucrania.

«Éramos unas 15 enfermeras y de los 80 pacientes -muchos ancianos-, sobrevivieron 11. Hoy me llamó un colega y me dijo que no queda nada del edificio», afirma Olga, que de una actitud impasible se va soltando, se va desahogando.

Pelo negro corto, calzas, sweater de rayas verde y negro, chancletas que le dieron en la universidad porque, como todo los que huyen a las corridas, no pudo traerse nada, salvo lo esencial, Olga logró escapar de ese infierno junto con su hija mayor, Cristina, de 26 años de edad, el esposo de esta, su nieto de 4 años, su consuegra, Luba, y su hija menor, de 13 años.

“Pila de cadáveres”

Cristina -que viste mono con capucha rosa- muestra en el celular fotos y videos de la destrucción de Rubezhnoye, del edificio de departamentos estilo soviético en el que vivían, bombardeado, del inmenso cráter que una bomba dejó en la explanada adyacente, donde solía salir a jugar junto con su hijo. Es ella la que cuenta de la montaña de cadáveres que vieron al escapar: «Un amigo nos sacó de la zona en un auto y en la tierra de nadie que hay entre el ejército ruso y el ucraniano, vimos claramente una montaña de cadáveres… Eran civiles, militares, mujeres, niños… No sé si treinta o veinte, no puedo decir cuántos.. Fue el chófer el que nos mostró la pila de cadáveres», relata.

De ese auto Olga y sus cinco familiares se subieron a un autobús de un corredor humanitario que después de dos horas los llevó a Slaviansk, que queda a 1.200 kilómetros de Lviv, luego tomaron un tren regional hasta un pueblo cuyo nombre no recuerdan y desde allí otro tren a esta ciudad del oeste.

«Desde el 9 de marzo no había más agua, calefacción y ayer también se cortó el gas. La última vez que hubo un supermercado abierto fue el 28 de febrero. Después no hubo más nada», denuncia Cristina, que solía trabajar como cajera de un supermercado hasta que nació su hijo de 4 años de edad y se quedó en casa para atenderlo.

Pasaron las últimas dos semanas escondidos en un refugio, en medio del frío, con poca comida y sin posibilidad de ducharse. «Como vivíamos en un departamento del séptimo piso -que muestra en el celular-, ni siquiera pudimos volver para buscar el documento pediátrico de mi hijo que dice qué vacunas tiene y demás detalles sanitarios. Agarramos unos bolsos con un pijama, los documentos, el pasaporte y salimos corriendo», cuenta.

Destrucción en Lugansk, cerca de la frontera con Rusia. Foto: LN

¿Qué piensan de Putin? «¡Tiene que morir! ¡Es un asesino!», grita Cristina.

Su madre, en cambio, rompe en llanto: «No soy política, pero lo que tengo que hacer ahora es pensar en mi hija menor, de 13 años de edad, Larissa, a quien quiero darle la posibilidad de vivir en paz, de educarse, de darle un futuro en la vida y de darle una posibilidad de olvidar toda esta atrocidad», dice Olga, entre sollozos.

«Es terrible cuando estás debajo de las bombas y no sabes si vas a sobrevivir. Cuando piensas en tus hijos, tus manos y tus piernas tiemblan… Por eso no logré comer en estos días… Mi hija mayor me reta y dice que tengo que esforzarme para comer, pero es difícil», agrega.

¿Qué planes tiene? «Apenas llegué a la estación de Lviv nos registraron unos voluntarios en una lista y poco después me ofrecieron irme a República Checa, así que mañana partimos hacia allá», contesta, ya recompuesta.

¿Y su esposo, Serguei, que trabaja como chofer de camión de una fábrica de químicos de la zona, aún atrapado bajo las bombas? «Cuando logré hablar con él por teléfono hoy al mediodía le conté de esa opción de República Checa y no tuvo dudas: ‘sí, tienes la posibilidad, ve, porque acá ya no hay nada’, me dijo», contesta. Desde entonces, Olga no pudo volver a contactarse: «No sé si sé quedó sin batería porque cortan la electricidad o qué… Espero que esté vivo».

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