Muchos ven el siglo XX como una edad superada. El error es pensar que el tiempo puede controlarse. No podemos deslastrarnos del pasado. “Nada de lo que haya acontecido se ha de dar para la historia por perdido”, escribió Walter Benjamin. Habría que decir que el siglo XX está vivo porque en nosotros vemos tanto sus luces como sus tinieblas. Con cada idea, izamos el pasado hoy sin darnos cuenta.

¿De dónde salieron los terrores del pasado siglo, que pusiéramos tentativamente desde 1914 a 1989? Personalmente quedo pasmado con las pistas que da Alain Badiou en su libro El siglo. La respuesta está en las ideas, en los lenguajes, en las subjetividades. La Europa que parió la I Guerra Mundial, por ejemplo, fue prologada por un florecimiento cultural y científico solo comparable con el Renacimiento. La última década del siglo XIX y la primera del XX fue la cuna y el ocaso de Freud, Lenin, Einstein, Joyce, Picasso, Braque, Chaplin, Mallarmé, Nietzsche, Shoenberg, Conrad, Russell, entre otros excepcionales.

La genialidad ilumina, pero también oscurece. Escribe Badiou: “En ese sentido, el proyecto del hombre nuevo es un proyecto de ruptura y fundación que exhibe, en el orden de la historia y el Estado, la misma tonalidad subjetiva que las rupturas científicas, artísticas y sexuales de principios de siglo. Es posible sostener entonces que el siglo fue fiel a su prólogo. Ferozmente fiel”. El siglo XX fue imaginado antes como la realización de una humanidad civilizada, mecanizada, científica. A partir de 1914, este pensamiento comenzó a materializarse no sin la presencia de la muerte. ¿Estamos a salvo en este milenio de aquellos fantasmas?

Camus y la bestia

El poeta ruso Ósip Mandelshtam (1891-1938) escribió un poema titulado “El siglo” en 1920. Badiou sustrae de esa obra el sedimento para entender no solo la crítica que el autor le hace a Stalin, sino también lo que a través del poeta se concretaría en el mundo por venir. “Siglo mío, bestia mía, ¿quién sabrá / hundir los ojos en tus pupilas / y pegar con su sangre / las vértebras de las dos épocas? /El constructor de sangre a mares / vomita cosas terrestres / El vertebrador se estremece apenas /en el umbral de los días nuevos”.

Para Mandelshtam, el siglo es una bestia. Pero la bestia es el hombre mismo, capaz de sembrar la muerte, imponer el terror, mirar de reojo la historia y seguir adelante. El tiempo y el hombre se entremezclan gracias a la voluntad transformadora. Badiou saca una conclusión clave: “El proyecto del hombre nuevo impone la idea de que vamos a obligar a la historia, a forzarla. El siglo XX es un siglo voluntarista. Digamos que es el siglo paradójico de un historicismo voluntarista. La historia es una bestia enorme y poderosa, nos supera y, sin embargo, es preciso sostener su mirada de plomo y obligarla a servirnos”.

¿Acaso no vio Albert Camus a esta bestia en la Europa de la guerra? La bestia que prometía la edad de oro, conforme a la ideología y al progreso, produjo el tiempo del desprecio de lo humano. La existencia del ser como negación: lógica de esa criatura vomitadora de sangre, como lo anuncia Mandelshtam. En uno de los pasajes de Carnets, Camus escribe con angustia: “Bomba termonuclear: en última instancia, la muerte generalizada coincide con la condición humana bajo esa óptica. Basta, por tanto, con ponerse en regla. Nos encontramos frente al primero y al más antiguo de los problemas. Llegados al infinito, volvemos a empezar desde cero. 2° desplazamiento del problema: el azote universal ya no tiene a Dios por autor sino a los hombres. Los hombres, por fin, acaban de igualarse a Dios pero en su crueldad”.

La ideología deshumaniza

Los primeros días de agosto de 1945, el apocalipsis dejó de ser una profecía en Hiroshima y Nagasaki. La primera mitad del siglo XX demostraba que la política en el mundo se había convertido en asunto de la tragedia, siguiendo el hilo de Malraux. Lo que vendría después no se diferenciaría mucho: genocidios, guerras civiles, amenazas nucleares, terrorismo. Simone de Beauvoir escribiría en mayo de 1940: “Nos hemos acostumbrado a la idea de que la sangre está para ser derramada”.

En noviembre de 1948, Albert Camus se presentó en una reunión de escritores internacionales en la sala Pleyel, en París. Allí leyó su ponencia titulada El testigo de la libertad, en la que analiza el papel de las ideologías. “¿Por qué tanto miedo a la persuasión?”, se preguntaría. “Si se tiene temor a ello, ¿qué queda para el hombre?”. La ceguera, la violencia, síntomas de procesos paranoicos peligrosos. El sujeto que no dialoga ejerce la hegemonía. De alguna forma entiende a la persuasión como debilidad. Resultado: la ideología –tanto de derecha como de izquierda– vacía la creatividad no solo individual, sino colectiva.

Sobre esto, el escritor agregaría: “No es de extrañar que esas siluetas, en adelante sordas y ciegas, aterrorizadas, alimentadas con cupones, y cuya vida entera se resume en una ficha policial, puedan ser tratadas luego como abstracciones anónimas. Resulta interesante comprobar que los regímenes surgidos de estas ideologías son precisamente los que, por sistema, proceden a desarraigar a las poblaciones, paseándolas por la superficie de Europa como símbolos exangües que solo alcanzan una vida irrisoria en las cifras de las estadísticas. Desde que esas lindas filosofías entraron en la historia, enormes masas de hombres, cada uno de los cuales tenía sin embargo en tiempos una manera de estrechar la mano, han quedado definitivamente sepultadas bajo las dos iniciales de ‘personas desplazadas’, que un mundo muy lógico inventó para ellas”.

La voz de la conciencia

La obra literaria y filosófica de Albert Camus es un esfuerzo por desenmascarar las ideologías del siglo XX. Jamás es tarde para evitar otras hecatombes. Nunca se me olvidará esta frase: “Cada vez que un hombre en el mundo es encadenado, nosotros estamos encadenados a él. La libertad debe ser para todos o para nadie”. Su pensamiento, por encima de todo, es la voz de la conciencia humana.

El autor de La pesteEl mito de Sísifo y El hombre rebelde asumió el papel de enfrentarse a “las ideologías concentracionarias” desde lo concreto y no desde marcos filosóficos totalizantes. De allí sus enfrentamientos con Jean-Paul Sartre (1905-1980) en los años 50 en la prensa parisina. ¿Son menos costosos para lo humano los crímenes del nazismo como los del comunismo stalinista? Escribe: “Tras haber reflexionado un poco sobre esta cuestión, me parece que los hombres que desean hoy cambiar eficazmente el mundo tienen que elegir, entre los montones de cadáveres que se anuncian, el sueño imposible de una historia detenida de repente, y la aceptación de una utopía relativa que deje a la vez una posibilidad a la acción y a los hombres”.

Encontrar la utopía que ofreciera la forma menos costosa –en sufrimiento y mortandad– para que los pueblos salgan del miedo general. Encontrar la utopía que allanase la fraternidad, el diálogo y la cooperación internacional. El pensamiento de Albert Camus sigue intacto, iluminando mas no oscureciendo nuestras realidades contemporáneas. 


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