Si bien los borradores del Livro do Desassossego acompañaron a Fernando Pessoa hasta el día de su muerte, las primeras noticias del inacabado proyecto se remontan a la época en que el autor, aún no exento de su decadentismo juvenil, se compromete con la Vanguardia lisboeta, de fuertes tintes futuristas. La revista A Águia, en efecto, publicó en 1913 un anticipo, la sección Na Floresta do Alheamento (“En el bosque de la enajenación”), que ha tenido vida editorial propia.

Reparar en el contexto vanguardista a veces soslayado resulta, sin embargo, crucial para comprender lo que hay en Bernardo Soares de colapso del sujeto literario tradicional, así como la conversión de dicho colapso en matriz de la poética pessoana. No perdamos de vista que en el Manifesto tecnico de la letteratura futurista Marinetti había exigido en 1912 la supresión del yo (Distruggere nella letteratura l’io, cioè tutta la psicologia) y que, después, Dadá profundizará la propuesta en manifiestos como el firmado por Tzara en 1918, rico en estridentes preguntas: Comment veut-on ordonner le chaos qui constitue cette infinie informe variation: l’homme?

La heteronimia equivale a un escrutinio de la infinita informe variación del hombre, de allí que nuestra memoria la conserve como apta formulación de la modernidad llegada a su clímax, a la vez que atrapada en un callejón sin salida donde, junto a la disolución de lo humano como vehículo del conocimiento, se aspiraba al radical abandono de los ideales del arte burgués. Eso fueron las Vanguardias: apocalipsis cultural antes de la ansiada vida nueva.

El Libro del desasosiego, con todo, por sus conductas verbales agrega a la heteronimia algo importante. El Pessoa creador de grandes poetas, pese a la multiplicidad de estos, no encarnó la destrucción y el caos que Marinetti o Tzara evocaron, ya que cada una de las astillas de su subjetividad nos brindó poemas perfectos a su manera, fuese esta whitmaniano-futurista, neoclásica, bucólico-naïve, neosimbolista o comoquiera que decidamos retratar los respectivos estilos de Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Alberto Caeiro y el ortónimo. El caso de Soares se aparta de los anteriores no solo porque su prosa no siempre es poética y roza diversas formas –ensayísticas, narrativas, sin abstenerse de prodigar máximas o confundirse con el diario íntimo–, sino también porque, habiendo entrevisto Pessoa una obra de cierta extensión, el volumen no se concretó. En sus escombros pactan dos tipos de fragmentariedad, la cultivada adrede por el Romanticismo alemán –trasponiendo a la palabra su amor por ruinas arquitectónicas donde lo sublime se agazapaba– y la de los accidentes vitales –constatable en textos que no recibimos completos sea por azares de su transmisión, sea por el fallecimiento o la enfermedad del escritor–.

Puesto que el psicoanálisis, desaparecido el paciente, degenera en trama de proyecciones de quienes intentan llevarlo a cabo, prefiero no recaer en él. Nunca sabremos a ciencia cierta si las neurosis o el alcoholismo de un solterón lisboeta frustraron la plena realización del Libro del desasosiego, pero podemos estar seguros de que este conjunto de fragmentos funciona para la posteridad como recordatorio de sensaciones de mundo frecuentes entre grandes artistas y pensadores europeos durante la primera mitad del siglo XX. La quiebra de valores, la inminencia de un desastre de enormes proporciones, la angustia por el ocaso de una civilización fueron asuntos muy debatidos –consecuencia del Gott ist tot nietzscheano y estallidos internacionales de violencia– que hallan inolvidables correlatos tanto en un yo que sistemáticamente se fractura como en escritos discontinuos, desarticulados, a los cuales se suma la incapacidad de su autor para terminar la tarea que se impuso. Ruinas sobre ruinas: unas trazan en las otras su alegoría, insinúan un laberinto de fracasos, una vasta ciudad de cosas que no fueron.

De las numerosas empresas malogradas asociables a Pessoa, la de Soares se me antoja la más conmovedora, porque los extravíos agónicos del ser destacados por Renato Poggioli en las Vanguardias alcanzan con ella su expresión definitiva, saudosa: constante presencia de la ausencia; obra que existe como emblema de su derrumbe, transferida la búsqueda de totalidad a la imaginación del lector.


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