La muerte del jornalero

Mary meditaba junto al candil en la mesa

esperando a Warren. Cuando oyó sus pasos,

corrió de puntillas por el pasillo a oscuras

para alcanzarlo en la entrada y darle la noticia

y ponerlo en guardia. “Silas ha regresado”.

Lo empujó a través de la puerta, hacia fuera,

y la cerró tras ellos. “Sé amable”, dijo.

Tomó las cosas del mercado de los brazos de Warren

y las dejó en el porche, después lo llevó abajo

y lo sentó a su lado en los peldaños de madera.

“¿Cuándo no he sido amable con él?

Pero no admitiré a ese tipo de nuevo”, contestó.

“Se lo dije en la última cosecha, ¿no es así?

Si se marchaba entonces, dije, sería el final.

¿Para qué vale? ¿Quién más le acogerá

con su edad v lo poco que puede hacer?

De la ayuda que ofrezca aquí no dependemos.

Se larga siempre cuando más lo necesito.

Piensa que se merece una pequeña paga,

al menos suficiente para comprar tabaco,

para no tener que andar pidiendo y tener deudas.

‘Mira’, oigo, no puedo permitirme pagar

ningún salario fijo, aunque ojalá pudiera.

‘Otros sí que pueden’. ‘Entonces que lo haga otro’.

No me importaría que prosperara

si de eso se tratara. Puedes estar segura,

cuando empieza así, es que hay alguien

tratando de convencerle con calderilla…

en la temporada del heno, cuando toda ayuda escasea.

En invierno se vuelve con nosotros. Se acabó”.

“¡Shh! no tan alto: te va a oír”, le advirtió Mary.

“Eso pretendo: tendrá que oírlo, tarde o temprano”.

“Está agotado. Está dormido al lado de la estufa.

Cuando llegué de la tienda de Rowe lo encontré aquí,

acurrucado contra la puerta del granero, muy dormido,

una imagen lamentable, y espantosa también…

no tienes por qué sonreír… no le reconocí…

no esperaba encontrármelo… y está cambiado.

Espera a verlo”.

                         “¿Dónde dijiste que había estado?”

“No me lo dijo. Lo arrastré dentro de casa,

v le di un té e intenté obligarle a fumar.

Intenté hacerlo hablar de sus viajes.

No hubo manera: solo seguía dando cabezadas”.

“¿Qué dijo? ¿Dijo algo?”

“Casi nada”.

            “¿Algo? Mary, confiesa

que te dijo que había venido para acequiarme el prado”.

“¡Warren!”

            “¿Pero lo dijo? Solo quiero saberlo”.

“Pues claro que lo dijo. ¿Qué pretendías que dijera?

No irás a negarle al pobre viejo

una forma decente de salvar su amor propio.

Añadió, si realmente te interesa saberlo,

que también pretendía limpiar el prado alto.

¿Te suena a algo que hubieras oído antes?

Warren, ojalá hubieras escuchado la forma

en que lo embarullaba todo. Me detuve a mirar

dos o tres veces –me hacía sentir tan rara–

a ver si es que no estaba hablando en sueños.

Despotricó de Harold Wilson. Acuérdate, el chico

al que hace cuatro años empleaste con el heno.

Ha acabado el colegio, y enseñanza en la escuela.

Silas declara que tendrás que recuperarlo.

Dice que los dos formarán un equipo de trabajo:

¡ellos se encargarán de arreglar esta granja!

Cómo mezclaba eso con cosas diferentes.

Tiene a Wilson por un joven prometedor, aunque algo

chiflado con la educación; ya sabes cómo peleaban

durante todo julio bajo el sol abrasador,

Silas sobre el carro acomodando la carga,

Harold a un lado lanzándola hacia arriba”.

“Sí, bien me cuidaba de estar donde no los oyera”.

“Bueno, a Silas esos días le inquietan, como un sueño.

No te lo esperarías. ¡Cómo persisten ciertas cosas!

Las certezas de joven estudiante de Harold le irritaban.

Después de tantos años aún sigue encontrando

buenos razonamientos que ve que podría haber utilizado.

Le comprendo. Sé exactamente cómo es

encontrar qué decir pero demasiado tarde.

A Harold lo tiene asociado con el latín.

Me preguntó qué pensaba yo de aquello que decía Harold

de que estudiaba latín igual que violín,

simplemente por gusto. ¡Vaya una razón!

Dijo que no pudo hacerle creer al chico

que fuera capaz de encontrar agua con una vara de

   avellano,

lo cual mostraba qué provecho sacó jamás del colegio.

Quería seguir dándole vueltas. Pero sobre todo

piensa en si podría tener otra oportunidad

de enseñarle a apilar una carga de heno…”.

“Lo sé, ese es el único talento de Silas.

Enfarda cada horconada y la pone en su sitio,

y la marca y la numera para futuras consultas,

para poder hallarla y aflojarla fácilmente

en la descarga. Eso Silas lo hace bien.

Lo saca en parvas como grandes nidos de aves.

Nunca le verás de pie sobre el heno

que intenta levantar, aunque apenas pueda con sí mismo”.

“Cree que si pudiera enseñarle eso, tal vez así

haría algo bueno por alguien en el mundo.

Odia ver a un muchacho obsesionado con los libros.

Pobre Silas, tan preocupado por los otros,

y con nada en su pasado que mirar con orgullo,

y con nada en su futuro que mirar con esperanza,

y así es ahora, y nunca fue diferente”.

Un pedazo de luna se hundía en el oeste,

arrastrando con ella el cielo tras las lomas.

Su luz caía suavemente en el regazo de ella, que lo río

y extendió el mandil para cubrirse. Pasó la mano

por las hileras de dondiegos dispuestas tal que un arpa,

tirantes con el rocío desde el arriate al tejado,

como si estuviera tocando en silencio una ternura

que actuaba sobre él, a su lado en la oscuridad.

“Warren”, dijo, “ha vuelto al hogar a morir:

no debes de temer que esta vez te abandone”.

“Hogar”, repitió él con cierta burla.

            “Sí, ¿qué sino el hogar?

Todo depende de qué entiendas por hogar.

Claro que nada significa él para ti ni para mí, no más

que aquel sabueso que vino hasta nosotros,

desconocido, desde el bosque, agotado del camino”.

“El hogar es ese lugar al que si acudes

han de darte acogida”.

            “Yo habría dicho que es

algo que en cierta forma no has de merecerte”.

Warren se incorporó y dio un paso o dos,

tomó una pequeña rama, y regresó con ella,

y la rompió con la mano y la arrojó a un lado.

“¿Crees que Silas tiene derecho a exigirnos

a nosotros más que a su hermano? Trece millas escasas

de sinuoso camino le llevarían a su puerta.

Silas ha caminado sin duda hoy más que eso.

¿Por qué no se fue allí? Su hermano es rico,

es alguien: el directivo del banco”.

“Nunca nos lo contó”.

                         “Pero lo sabemos, sin embargo”.

“Creo que su hermano debería ayudar, por supuesto.

Me ocuparé de eso si hace falta. Debería, en Justicia,

acogerlo, y quizá esté dispuesto;

Quizá sea mejor de lo que aparenta.

Pero apiádate un poco de Silas. ¿Crees

que si algo se enorgulleciera de sus parientes

o de lo que pudiera esperar de su hermano,

lo habría mantenido tan en silencio todo este tiempo?”

“Me pregunto qué había entre ellos”.

“Te lo puedo decir.

Silas es lo que es –y a nosotros puede no molestarnos–

pero es de esos a los que los parientes no soportan.

Nunca hizo nada que fuera tan malo.

No sabe por qué no vale al menos tanto

como cualquier otro. No se dejará avergonzar

por complacer a su hermano, por inútil que sea”.

“Es imposible que Silas hiciera daño alguna vez a alguien”.

“No, pero me ha dolido de corazón ver la forma en que

   posó

y volvió su anciana cabeza sobre ese respaldo tan

   incómodo.

No dejó que le hiciera un hueco en el diván.

Debes entrar y ver qué puedes hacer tú.

Le he preparado ahí la cama para esta noche.

Te sorprenderá… lo deshecho que está.

Sus días de trabajo han acabado; de eso estoy segura”.

“No me apresuraría a decir tal cosa”.

“No me apresuro. Ve, míralo, compruébalo tú mismo.

Pero, Warren, por favor, recuerda cómo están las cosas:

ha venido a ayudarte a acequiar el prado.

Tiene un plan. No te rías de él.

Puede que no te lo cuente, y lo haga luego.

Me sentaré aquí a ver si esa nubecilla a la deriva

alcanza o no la luna”.

                           La alcanzó.

Eran por tanto tres las que allí estaban, en una tenue

hilera, la luna, la plateada nubecilla, y ella.

Warren regresó –demasiado rápido, le pareció a ella–,

se deslizó a su lado, le cogió la mano y aguardó.

“Warren”, preguntó ella.

                         “Muerto”, fue toda su respuesta.

**

Tras la recogida de manzanas

Mi larga escalera doble pasa a través de un árbol

hacia el cielo sereno,

y hay un barril que no he llenado

junto a él, y puede que haya dos o tres

manzanas que no cogí en alguna rama.

Pero ya me he cansado de recoger manzanas.

La esencia del sueño invernal flota en la noche,

el aroma de las manzanas: me estoy adormeciendo.

No puedo quitarme de la vista esta extrañeza

que sentí al mirar por la vidriosa lámina

que esta mañana retiré en el abrevadero

y sostuve ante un mundo de hierba blanquecina.

Se derritió, y la dejé caer y se rompió.

Pero yo estaba ya bien

encaminado al sueño antes de que cayera,

y podría decir

en qué forma mi sueño iba a encarnarse.

Manzanas aumentadas aparecen y desaparecen,

del extremo del tallo al extremo de la flor,

las motas color teja claramente visibles.

El arco de mi pie no solo recuerda el dolor,

recuerda la presión de los peldaños.

Siento cómo oscila la escalera al doblarse las ramas

Y sigo escuchando en la bodega

el retumbar

de cargas sobre cargas de manzanas, aún entrando.

Porque he estado ya demasiado tiempo

recogiendo manzanas: estoy exhausto

de la gran cosecha que yo mismo deseaba.

Había diez mil millares de frutas que tocar,

que apreciar en la mano, sopesar, y no dejar caer.

Porque todas

las que dieran en tierra,

aunque no se magullaran o mellaran rastrojos,

sin duda irían directas al montón para sidra

como si no valieran nada.

Uno puede ver bien lo qué perturbará

este sueño mío, sea el sueño que sea.

Si no hubiera desaparecido,

la marmota podría decir si es como el suyo

un largo sueño, tal y como lo describo,

O es tan solo y sin más un sueño humano.

**

Directriz

Atrás, lejos de todo este presente que nos es excesivo,

atrás hacia una época simplificada por la pérdida

de detalle, quemada, diluida, y resquebrajada

como un mármol del cementerio a la intemperie,

en una casa que ya no es una casa

en una granja que ya no es una granja

y en una ciudad que ya no es una ciudad.

Allí la carretera, si te dejas dirigir por un guía

que de corazón desee solamente tu extravío,

podría dar la impresión de haber sido una cantera:

enormes rodillas monolíticas que la antigua ciudad

hace tiempo que renunció a mantener tapadas.

Y hay una historia en un libro que lo cuenta:

además del desgaste de las ruedas de los carros

las vetas muestran líneas de sureste a noroeste,

la labor del cincel de un Glaciar descomunal

que apoyaba ambos pies firmemente en el Ártico.

No debe inquietarte su frescor que dicen

aún ronda por esta ladera de la Montaña Panther

Ni tiene que inquietarte la múltiple ordalía

de ser observado desde cuarenta sótanos en ruinas

como por tantos pares de ojos desde cuarenta toneles.

En cuanto a la agitación de los árboles sobre ti,

que transmiten ráfagas de ligeros susurros a sus hojas,

adjudícaselo a la arrogante inexperiencia.

¿En dónde estaban todos ni hace veinte años?

Se creen muy importantes por haber puesto a la sombra

unos pocos viejos manzanos agujereados por los picos.

Improvisa una alegre cancioncilla sobre cuando ésta era

antes la carretera que iba del trabajo a la casa de alguien,

el mismo que tal vez vaya a pie solo un poco más adelante

o haciendo chirriar una carreta con una carga de grano.

La cumbre de la aventura es la cumbre

de la región en la que las costumbres de dos pueblos

se fundían una en la otra. Ambas se han perdido.

Y si estás suficientemente perdido como para encontrarte

a estas alturas, recoge la escalera de la carretera tras de ti

y cuelga una señal de CERRADO para todos salvo para mí.

Después haz como si estuvieras en tu casa. El único prado

que queda ahora no es más grande que una matadura.

Primero encontrarás la casa imaginaria de los niños,

unos pocos platos hechos añicos bajo un pino,

los juguetes de la casa de juegos de la infancia.

Llora por las pequeñas cosas que los hacían felices.

Después por la casa que ya no es más una casa,

sino solo las enliladas ruinas de un sótano que ahora

se cierran poco a poco como una mella en la masa

   del pan.

No se trataba de una casa de juegos sino de una

   de veras.

Es a la vez tu destinación y tu destino

un riachuelo que fue el agua corriente de la casa,

frío como un manantial aún cerca de su fuente,

demasiado elevado y reciente para embravecerse.

(Sabemos de las corrientes del valle que al excitarse

dejan sus harapos colgando de espinas y de púas).

He mantenido oculto bajo el arco del pie

de un viejo cedro junto a la orilla del río

un viejo cáliz quebrado parecido al Grial

bajo un hechizo para que no lo halle quien no debe,

y así no encuentre salvación, como dice San Marcos.

(El cáliz lo robé de la casa de juegos de los niños).

Aquí tienes tus aguas y aquí tu abrevadero.

Bebe y vuelve a estar completo, libre de confusión.

_________________________________________________________________________

Los poemas aquí seleccionados forman parte de la recién publicada Poesía completa de Robert Frost, cuya traducción, texto introductorio y notas han sido realizados por Andrés Catalán para Ediciones Linteo (España, 2017). En el fragmento de Harold Bloom que publicamos hoy sobre Frost –precedido de uno de Joseph Brodsky– se comentan “Tras la recogida de manzanas” y “Directriz”, dos de los textos aquí ofrecidos al lector. A la selección hemos agregado “La muerte del jornalero”, uno de sus estremecedores poemas pertenecientes a Al norte de Boston, libro capitular en el conjunto de su producción.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!