Casi automáticamente vinculamos la responsabilidad a la libertad. Nos sabemos responsables de aquello que hemos elegido hacer, tener, o incluso de aquello que hemos elegido ser. Les decimos a nuestros hijos que para ganar libertad hay que ofrecer responsabilidad y nos esforzamos por mostrar que esa relación es tan estructural como necesaria, para lograr un mínimo de salud mental en la convivencia cotidiana.

Partiendo de esa premisa expandimos también el discurso hacia los derechos y los deberes. “¿Quieres derechos?” –decimos–. Y entonces respondemos en una sentencia implacable: “Cumple tus deberes”. Porque procurar un mínimo de justicia implica que cada uno se esfuerce por cumplir con su papel y no solo por exigir a los otros que cumplan, pues cada vez parece quedar más claro que la reciprocidad está a la base de la convivencia ciudadana. Esto es fundamental tenerlo claro.

Pero entonces nos preguntamos: ¿Cuál es mi papel? ¿Y si mi papel no estuviera tan claro? ¿Y si otros esperan de mí algo más de lo que yo considero aceptable? ¿Es eso razonable? ¿Es abusivo? ¿O requiere que yo lo asuma? Sabemos que la respuesta no es sencilla. Y la inquietud que genera, evoca una de las experiencias humanas fundamentales que más hacen pensar en el riesgo que corremos cuando asociamos la responsabilidad exclusivamente a la libertad, o cuando justificamos la justicia únicamente en la reciprocidad. Hay una parte de la responsabilidad que excede nuestra capacidad de autodeterminación, y una parte de la justicia que no resulta del intercambio equitativo entre el dar y el recibir.

Todos experimentamos en nuestro día a día, desde que nos levantamos, que, al menos en el sentido más básico del término, no estamos solos. En el mismo momento en que salimos de nuestro sueño, de nuestro cuarto o de nuestro techo, formamos parte de una trama humana que nos ve, nos señala, nos exige, y en las situaciones más personales nos identifica y espera algo determinado de nosotros. Pudiera resultar agobiante y quizás nos empeñemos en no esperar nada de ellos, pero también sabemos que eso no implica que los otros anulen las expectativas que dirigen hacia mi persona. Todo ello sin contar que, más allá de los impulsos egoístas que pretenden desentenderse del resto, muy probablemente nos embargaría una gran tristeza, o una gran soledad, al saber que no hay nadie esperando algo de nosotros. En el caso de que fuera posible cerrar la puerta a los otros y evadir compromisos con el objetivo de evadir responsabilidades, nos ahorraríamos un tipo de sufrimiento, pero generaríamos otro. Es lo que se puede vivir en las relaciones familiares, personales, laborales, sociales, etc.

Por eso es posible decir que una de las fuentes existenciales más significativas de la ética humana es aquella en la que brotan las expectativas que se urden en el vínculo entre los unos y los otros. Es posible que aún no se sepa quién soy, y ya haya alguien esperando algo de mí: una palabra, un gesto, una señal. Desde el peatón o el conductor que espera que me detenga ante el semáforo en rojo, hasta la empatía que espero recibir cuando me siento ofendido, burlado. Mi indignación surge porque espero que el otro no actúe del modo que lo hace. Espero algo del otro. Se espera algo de mí.

Pero al contrario de lo que pudiera parecer, esa expectativa que tiene el otro de mí no depende exclusivamente de aquello en lo que he elegido comprometerme; no la puedo controlar, es el otro quien la ha construido sobre la base de diversas fuentes, y que me pueden parecer más o menos ajustadas al modo como yo me percibo a mí mismo; me pueden tomar por sorpresa. Y es entonces cuando nos preguntamos: ¿Eso quiere decir que puedo desentenderme de la responsabilidad que se me atribuye? ¿Puedo ignorar las expectativas de otros sobre mí cuando no estoy de acuerdo con ellas? No es tan fácil, pues no se trata solo de un acuerdo o una decisión. Las expectativas se hacen presentes casi sin darnos cuenta en la convivencia humana del día a día.

Pude haber elegido cualquier camino y en medio del trayecto haber descubierto cosas que antes desconocía; pude haber querido elegir algo –como tantos– y no poder llevarlo a cabo porque las circunstancias no me lo permitían, y por eso mismo haberme visto en la necesidad de elegir otra cosa en su lugar; o pude haber estado confundido, sin propósito, pero alguien creyó en mí y me ayudó a llegar hasta cierto lugar en el que ahora me encuentro. Tanto en unos casos como en otros adquiero y conservo mi responsabilidad.

Las expectativas forman parte de una trama humana dinámica que permea los límites de la identidad individual y dificulta la precisión de los alcances de nuestra responsabilidad. Muchas veces nos damos cuenta de que la propia autopercepción nos ha perjudicado en determinado momento de nuestra vida, y precisamente la otra persona ha sido la clave para salir adelante; su expectativa ha generado una responsabilidad personal que me ha tomado por sorpresa y ha permitido que en medio de la pérdida de orientación, mi vida adquiera un sentido.

Más allá de la complejidad del debate que aquí solo queda presentado, lo que parece estar en juego es que las expectativas de otros no siempre invaden nuestro espacio individual, argumento con el que muchas veces se quiere zanjar la discusión. También lo expanden. Hacen que nuestra individualidad se vea enriquecida con aquello que yo sería incapaz de construir sin el otro, ampliando las fronteras de mi vida personal hacia el espacio de una vulnerabilidad que es humanizadora y que se funda en la importancia de lo que otros esperan de mí.

Las expectativas de los otros también me constituyen y extienden los alcances de mi responsabilidad, haciendo razonable que además de asumir aquella que tiene su origen en mi libertad, también valga la pena asumir la responsabilidad en la que me encuentro desde el vínculo con los otros. 


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