Nacida en Caracas, en 1989, es licenciada en Comunicación Social por la Universidad Monteávila y magíster en Escritura Creativa en Español por la New York University. Ha publicado los poemarios Sobre las fábricas (2014) y Lengua mundana (2012), y la novela Andor (2013). Coautora del libro Los días pasan y las formas regresan (2013). Se ha desempeñado como editora en Brutas Editoras (Chile-Nueva York) y dirige la colección de No Ficción “Papeles Salvajes” en Editorial Ígneo (Caracas-Miami-Lima).

Obsesión por el 7

Nací un 7 de febrero. Mi mamá escogió esa fecha. No sé cómo fue posible. Mi parto no fue por cesárea. Entonces no entiendo cómo lo logró, cómo lo sincronizó. A ella también le gusta mucho el número 7, y también el 3. Tiene fijación con esos números. Ese año, 1989, el 7 cayó en época de carnaval. A mí el 7 me da suerte. Es decir, me pasan cosas maravillosas los días 7.

Garabatear las paredes

En casa teníamos colores, carboncillos. Teníamos todos los materiales que hay en el taller de un artista a la mano. No estaba mal visto que pintáramos las paredes o el piso. Eran formas de expresión. La sala y el taller eran lo mismo. Nuestro hogar estaba abarrotado de cuadros y esculturas. Mi hermano Ricardo y yo pintábamos puertas, creábamos escenarios. Jugábamos a que los atravesábamos y salíamos a otra realidad. No había límites para la imaginación, para la creatividad. La mayoría de los objetos de casa estaban llenos de pintura: el teléfono, el televisor, las sillas, el comedor, la mesa, el piso. Tuve una relación muy íntima con el arte, porque me montaba sobre las esculturas de mi papá; las usaba como caballito, como si fueran juguetes. Por otro lado, mi mamá nos llevaba al Banco del Libro, donde había cuentacuentos. Eso me abrió el apetito por las palabras. Siento que la imaginación era muy superior a la realidad. Lo que más contaba en mi infancia era la irrealidad, la creatividad.

Ese útero

Antes de escribir, yo bailaba, hacía teatro, pintaba. Todavía pinto y hago collages. Siempre he tenido la necesidad de crear. Cuando descubrí que escribía, me sentí satisfecha, pues había encontrado mi medio de expresión. La escritura se convirtió en mi refugio, en ese útero en el que uno se siente segura y desde el que mira el mundo. También desde niña escribí muchos cuentos fantásticos, algunos tétricos. Muñecas que cobraban vidas, casas flotantes, mundos circenses. Luego apareció la poesía y la crónica. Hoy no escribo ni cuentos ni crónicas; me desenvuelvo entre la novela y la poesía. Las novelas toman mucho tiempo, pero las veo como una bendición. Gozo creando personajes: conociéndolos, dándoles vida. Les regalo rasgos que ya no quiero para mí. Me gusta insuflarlos de profundidad psíquica, para que caminen solos. Pero la poesía es diferente: ella se da forma a sí misma; es orgánica, independiente; no necesita mi ayuda. Yo termino siendo una intermediaria entre los versos y el teclado. Voy experimentando con las formas, con los temas, y de pronto, sin darme cuenta, aparece un cuerpo que respira por sí solo.

Tres generaciones

Mi papá, Harry Abend, se casó tres veces. Así que somos tres generaciones: los cincuentones, los veinteañeros y los teenagers. Esta composición familiar tan dinoma conciencia al tener que lidio dos hijosropezidique una imagen represente mi vida. Hay imagenes o los demue hay gente que se ámica, tan variada, te da una gran fortaleza; un entrenamiento para lidiar con mucha gente. Uno madura cuando tienes que relacionarte con hermanos mayores y menores, de diversos matrimonios. Mi mamá no tuvo más hijos: solo Ricardo y yo. Mis padres tuvieron una relación muy larga antes de casarse. Mi mamá vivía en París y mi papá iba y venía. Hasta que se casaron, y a los cuatro años se divorciaron. Duró el tiempo justo para que naciéramos Ricardo y yo. En mi familia siempre ha habido un diálogo muy abierto. Por eso me atrevo a decir siempre lo que pienso. Tuve un espacio donde podía hacerlo. Eso de entender al otro es muy importante.

Lo que le hace daño

Mi mamá siempre me ha apoyado, y mucho más en mi florecer creativo. Pero mi mamá es muy mamá gallina: a ella le ha costado separar mi obra de mi persona. A veces se alteraba por las cosas que yo escribía. Creo que no lograba separar a la poeta de su hija. Y todavía le pasa. Tuve que dejarla a un lado por un tiempo. Pero ahora sí me acepta. Ahora trata de comprenderme separando mis roles. Hace poco mi mamá estuvo en Nueva York y le di a leer mi último libro. Al terminar me miró y no emitió palabra Yo sabía que le costaba. Me preguntó: “¿Por qué escribes sobre esos temas?”. Le contesté: “Escribo sobre lo que me hace daño”. Entonces mi mamá tomó un papel y anotó: “Raquel escribe sobre lo que le hace daño”. Sospecho que ese papel lo conserva en su cartera y lo saca de vez en cuando para digerir mi poesía. Nunca he escrito para herir; siempre he escrito de lo que me duele. Es mi forma de entender las cosas. Toda la sección imaginaria, fantasiosa, la reservo para la narrativa. Tuve que entender que lo imaginario está en mi obra y no en mi vida.

Huellas conscientes e inconscientes

He recibido muchas influencias. Algunas las reconozco y otras son más inconscientes. Crecer en casa de artistas te proporciona unas dinámicas muy diferentes a las de padres de otras profesiones. Muchos rostros cuelgan en mi memoria. Unos han penetrado en mi vida por sus obras, otros por lo que han hecho, otros más por su filiación conmigo. Solamente en el campo del cine podría mencionar a Krzysztof Kieslowski, Michel Gondry, Leo Carax, Ana Lily Amirpour, Woody Allen, Gus van Sant, Charlie Kaufman, Wes Anderson y Hayao Miyazaki. En otros campos mencionaría a Kiki Smith, Patty Smith, Sophie Calle.

Los incondicionales

Mi hermano Ricardo, desde el principio, ha sido mi primer lector. Leyó todos mis poemas, mi primera novela. Pero actualmente Adalber Salas es mi lector y editor. No hay nada que no pase primero por sus ojos. Además de la relación personal, tenemos una conexión creativa muy fuerte.

Cada libro de mi biblioteca

Otra persona que ejerció una influencia muy importante en mí fue mi abuelo Jan van Dalen. Él era dueño de librerías. La suya se llamaba Las Mercedes, como la urbanización, y quedaba justamente en el centro comercial donde antes estaba el supermercado CADA. Yo crecí yendo por las tardes a esa librería para leer y jugar. De hecho, el primer taller de poesía que hice fue con Cecilia Ortiz en esos mismos espacios.

Aprender a leer

Cada uno de mis padres ejerció una influencia particular en mi vida. A nivel literario, mi papá tuvo una mayor influencia. Desde que empecé a mostrarle lo que escribía, él comenzó a interesarse más allá del orgullo de padre. Creo que él presentía mi voz y mi estilo. Se emocionó mucho desde el principio. Comenzó a darme libros y a pedirme que le mostrara todo lo que escribía. Opinaba, me corregía, se involucraba. Pancho Massiani era muy amigo de mi papá, y un día que estaba de visita le dijo: “Raquel está escribiendo”. Luego me llamó y me dijo: “Léele algo a Pancho”. Empecé entonces a leer y Pancho, que tenía un periódico en la mano, me dio un golpe con el papel y dijo: “Lee pausadamente, con sentimiento”. Yo tenía quince años. Volví a leer y él me volvió a dar por la cabeza. “Insisto: más lento”. Así que aprendí a leer poesía a los coñazos.

A mi lado

Hanni Ossott fue muy amiga de mi mamá. Su espíritu me acompañó siempre. Su presencia era habitual en mi casa. Era parte de mi imaginario infantil, sentada siempre en mi sala. Mi mamá nos leía versos de Hanni, pero para mí eran una tortura. Sin embargo, poco a poco fueron calando en mí. Luego de su muerte, mi familia quedó muy amiga de Manuel Caballero, su esposo. Venía los domingos a casa y se desayunaba con nosotros. Manuel fastidiaba a mi mamá y le decía que ella alteraba a Hanni cuando estaban juntas.

Hanni Ossott fue la primera poeta que leí. Su poesía no es fácil. Haber llegado a ella desde muy joven me influenció de manera determinante. Crecer con todos estos personajes, Hanni o Pancho, me hizo verlos con naturalidad. Para mí eran solo personas. No me interesaban la fama o los premios que habían ganado. Nunca he podido idolatrar a nadie. Cuando tú reduces las personas a sus funciones físicas –correr, dormir, comer– las humanizas, les das más crédito. Todos somos miserables. Por eso me siento a gusto en Nueva York. Porque a nadie le importa nada ni nadie. Cada quien está en lo suyo. Me cuesta mucho idealizar a las personas. Y sin embargo, amo a Sophie Calle, la fotógrafa francesa, y a María Negroni, mi escritora más admirada.

Las hadas

Mis lecturas han estado siempre fuera de los cánones. Lo que se suponía que debía leer, no lo leía. Leí, en cambio, a Clarice Lispector, Margarite Duras, Herta Müller, María Negroni, Zbigniew Herbert, Marosa di Giorgio, David Foster Wallace, Henry Miller, Raúl Zurita, Mark Strand y Nicanor Parra.

Los libros son objetos inertes, y sin embargo hay algunos que se te pegan. Siempre fui muy solitaria en mis búsquedas. No le debo nada a nadie. A Anne Sexton y a Sylvia Plath las descubrí yo sola. A Sylvia Plath fue en la librería Shakespeare and Company de París. Había viajado con mi mamá, a quien le habían encargado un proyecto. Es la única vez que he estado en París. Fue un viaje muy intenso y especial, porque mi mamá me mostró su París. Así que el París que conozco es el de mi mamá. Recuerdo entonces que agarré un libro al azar y lo abrí: ante mí estaba el poema “Daddy”. Me impactó tanto que compré el libro. No tenía idea de quién era Sylvia Plath. Con Anne Sexton fue como un tropezón. Estaba corriendo por Barnes & Noble porque nos teníamos que ir y mi hombro se llevó un libro. Al caer vi la portada: Transformation. Ese libro tenía que ver con cuentos de hadas, que a su vez tienen mucho que ver conmigo, porque me obsesionan. Para mí las hadas no son para niños; tienen una dureza, una profundidad psicoanalítica que siempre me ha impactado.

El mundo no es así

El colegio fue un asunto muy difícil, muy duro. Porque además estudié en un colegio de puras niñas. Ya eso fue un error, porque el mundo no es así. Los niños son crueles. Profesan una crueldad excusada por la edad, que no tiene consecuencias. Hay algo que me agobia: el bulling. Eso ha destruido a mucha gente. Y no es fácil protegerse.

Odiaba las clases de literatura, porque eran muy aburridas. Siempre he sido muy distraída; tenía que anotar todos los nombres. Nunca me ha interesado la sintaxis o la rima. Por eso no estudié Letras, porque no quería que me dijeran qué tenía que leer. En términos generales, me sentía muy desadaptada en Caracas. Estudié en el colegio María Auxiliadora. Mi último libro aborda el tema de la religión. Mi papá es polaco y mi mamá nos crió en un marco muy europeo, porque ella es de ascendencia holandesa. Mi papá es judío; mi mamá, católica. Crecí rodeada de muchas culturas y religiones. Nunca sentí que crecía bajo los esquemas de la cultura venezolana, aunque se colaba en mi vida. Nací allí y tengo mucho de venezolana, pero yo siempre sentí que debía salir, que me tendría que ir a otra parte. Más allá de lo político, yo sentía que todo me amenazaba. Soy una persona un poco paranoica. Estaba sufriendo porque temía que en cualquier momento me pasara algo. Ahora bien, aunque Venezuela hubiera estado perfecta, aunque hubiera sido el mejor país del mundo o el más estable, aunque me hubieran ofrecido las mejores oportunidades laborales, igual me hubiera ido. Sentía la pulsión de ver qué había afuera. La sensibilidad se me impuso.

Aterrizar en la realidad

Me gusta ser periodista porque me obliga a tener los pies sobre la tierra. Es como un ancla para no volver a ese estado imaginario. El entrenamiento periodístico me dio varias cosas: disciplina y rutina de escritura, capacidad para escribir bajo presión, arrojo de producir sin tener miedo.

Arrancar de nuevo

Este es un momento muy complejo, de muchos cambios. Todo comenzó el 29 de febrero de 2016, año bisiesto. Desde esta fecha me han ocurrido muchas casualidades, muchas cosas raras que me conectan con mucha gente. Me siento muy despierta, como con insomnio. Por lo general, duermo diez horas, pero desde entonces estoy muy inquieta. Estoy redescubriendo cosas. Ahora solo trabajo hasta las tres de la tarde. He recuperado mi jornada de escritura. Antes estaba un poco muerta, enterrada en el sistema. Trabajaba con un horario muy exigente. Estaba haciendo el trabajo de cuatro personas. Eso me tenía completamente zombi. Estaba muy infeliz, pero ahora todo ha cambiado. Ahora puedo estar en un parque y pasar la tarde conversando con un amigo. Es como un milagro. He recuperado la posibilidad de caminar, de ver museos, de ir al cine, de ver a amigos. Estoy viviendo de nuevo. Me gusta quien soy hoy en día. Me hace muy feliz encontrar pequeñas conexiones. Me anuncian buenos proyectos: una reedición en Miami, una publicación en España. Venía de un estancamiento de más de dos años, en el que llegué a pensar que más nunca escribiría. Escribir es mi forma de investigar, de criticar, de quejarme, de amar. Necesito escribir.

El miedo

Tuve un estancamiento horrible. La presión de trabajo era muy fuerte. Llegué a pensar que podía enloquecer.

Mi ciudad

Al salir de Venezuela viví en Georgia, un pueblo perdido en medio de la nada. Mi primera novela me tomó cinco años, porque solo la escribía en verano. Cada año debía reconstruir el personaje, porque era otra persona la que estaba escribiendo. Edgar, el personaje, tuvo todas las edades, todas las personalidades, cuando aterricé en Georgia. Mientras no encontraba trabajo, me sentaba a escribir disciplinadamente. Porque, si no, me iba a dar algo.

De ahí me fui a Florida. Apenas supe que me habían aceptado en NYU, me vine a Nueva York. Solo había estado una vez en esta gran ciudad. Me vine con mi hermano. Él traía una enorme lista de actividades turísticas, pero a mí no me interesaba nada turístico. Yo lo que quería era caminar. Desde aquel primer momento, sentí que pertenecía a Nueva York. “Esta es mi casa”, me dije. La casa no es donde uno nace, sino la que uno escoge. Hace unos años mi mamá escogió París, y esa es la ciudad a la que ella pertenece. Pero yo pertenezco a esta ciudad. Nueva York es mi ciudad.

Muriendo ahora

Ya tengo cinco años en Nueva York y estoy feliz, tranquila. Sin embargo, durante mi primer año de maestría llegué a sentir una gran depresión. Ocurrieron varias cosas que comprometieron mi identidad, mi autoestima. La sensación era esta: todo lo que había venido construyendo a lo largo de la vida, todo lo que había sido hasta ese momento, estaba muriendo. Tuve que levantarme. Mi impresión es que tenía un ego prestado. Teniendo los padres que tuve, heredé sus egos hasta que se desvanecieron. Tuve que crear un ego basado únicamente en mí misma, y eso es lo que ahora me está sosteniendo. Mis padres no solo son personas creativas sino seres humanos. Son muy fuertes. Cuando pienso en todo lo que le ha pasado mi padre, que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, me lleno de energía y levanto cabeza. El ya tiene 79 años, pero es como si no los tuviera.

Volviendo a mi primer año de maestría, tomé clases con maravillosos escritores y profesores. Por la estructura del curso, tenía mucho tiempo libre. Comencé a sentir que me iba a pasar algo terrible, porque no podía creer mi suerte; no la aceptaba. Así de paranoica soy. Sufrí lo que se llama desarraigo. Mi libro Sobre las fábricas tiene mucho que ver con esa sensación de extravío. La tutora de mi proyecto fue la chilena Diamela Eltit, que es una escritora maravillosa. Lo hicimos a larga distancia. Ella me daba clases y yo le presenté mi proyecto. Le interesó y aceptó ser mi tutora. Hoy en día, seguimos en contacto.

He encontrado a gente muy brillante en Nueva York, que además se interesa por lo que yo hago. Me siento muy afortunada. Y todo esto gracias a la maestría, que me ha permitido acercarme a un círculo de personas con intereses semejantes. Siento que lo que no me gustaba de mí misma ha desaparecido, ha muerto. Venía cargada de prejuicios. Uno construye un universo simbólico y tienes la posibilidad de decidir si deseas seguir siendo así o no. Pasa pocas veces, pero pasa. Y a mí me pasó. Empecé a botar capas y lo que quedó fue la esencia de lo que soy. A partir de Nueva York he reconstruido una mejor versión de mí misma. Estoy más cómoda, más contenta. Cada vez soy más libre del pensar del otro. En Nueva York soy feliz y puedo crear.

Definir el oficio

Escribir, crear, escribir, inventar, escribir, experimentar. Estos son los verbos que me han acompañado desde que nací. Tanto mi papá como mi mamá han producido arte toda la vida, y yo siento que tengo la fuerza latente que me empuja a crear. No me interesa estar fuera de ese ámbito. Yo me sumé a la fuerza creadora. Muchas veces escribo algo y, cuando lo leo, me doy cuenta de que algo me está pasando. No escribo necesariamente de lo que ya sé que quiero escribir, sino que muchas veces me entiendo mejor a partir de la relectura.

El orden del mundo

Soy muy inquieta. Constantemente cuestiono todo. Trato de entender en qué consiste este mundo. Una vez que uno se sienta a escribir, uno comienza a ordenar el mundo en palabras. Es como una especie de traducción, que busca sentido. Estoy completamente enamorada del lenguaje: me gustan las palabras; las disfruto, las escribo. Tengo dos tipos de escritura: una que tiene horario de oficina, que se escribe por horas o por trabajo, y otra en la que entro en una especie de trance. Lo que estoy escribiendo actualmente, lo he escrito todo en cuatro sentadas. Es un poema de largo aliento, que no tiene signos de puntuación. Y aunque estoy plenamente consciente de lo que estoy diciendo, siempre hay un arranque, un asunto físico. Me sudan las manos, se me acelera el pulso, vivo todo de una manera más intensa.

No puedo escribir a mano, porque no entiendo mi propia letra. Mi mente va mucho más rápido que mis extremidades. Me frustra escribir a mano porque no logro recordar lo que estaba pensando. Entonces he recurrido a las libretas. Tengo miles de libretitas vacías; las colecciono. Admito que puede haber algo fetichista: el olor del cuero, la cuerda que marca las páginas. También me pongo a dibujar en ellas.

No me gusta grabar, porque no me gusta escucharme. Pero cuando escribo poesía, me gusta leer en voz alta para detectar asonancias o cacofonías. Cuando estoy sola, me cuesta oírme. Y cuando me escucho, hasta mi voz cambia. Puedo leer en recitales; me fascina tomar un micrófono y leer. Dependiendo del texto, me siento mejor leyendo en público que sola.

Mi colección

Por el mismo hecho de ser desprendida, no se me quedan frases ni me identifico con tal o cual cosa. Creo que hay gente que se obsesiona, que se relaciona con un objeto. Por ejemplo: una palmera. Y entonces todo es palmeras y cuando ven a alguien también ven palmeras. Es una manera de estamparte en la cabeza de los demás. La gente con sus obsesiones suspira. De seguro yo también las tengo, pero no me gusta que se me peguen las cosas. Es imposible que una sola imagen represente tu vida. Hay imágenes que poco a poco me han ido definiendo, pero nunca una sola. Si en este momento, esta pluma que tengo en las manos dejara de escribir, sería triste, porque además no tengo otra. La colección la he dejado en casa, y ya no tengo con qué dibujar.

_________________________________________________________________________

*La entrevista forma parte del libro Nuevo país de las letras, publicado por Banesco Banco Universal, Caracas, 2016. Compilación: Antonio López Ortega.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!